Opinión | Divaneos

La lacra social del ‘bullying’

Somos animales sociales que necesitamos del arropo y el apoyo de los demás, de sentirnos parte de un grupo, bien integraditos con los otros. Tal es así que el rechazo social provoca que el cerebro active las mismas conexiones neuronales que reaccionan cuando sufrimos algún tipo de dolor. Cuando las conductas de exclusión del grupo ocurren durante la infancia —en la etapa escolar— esas reacciones aversivas quedan impregnadas en el cerebro de tal manera que marcan toda la evolución posterior del individuo (ontogenia) y condicionan de manera decisiva la forma que este tendrá de relacionarse con los demás a posteriori. Es un caldo de cultivo que llevado a ebullición deja todo un rastro de patógenos infecciosos que llegan a arruinar la vida adulta.

Durante las últimas semanas se han conocido varios casos repartidos por toda España de niños que debido a una causa u otra han intentado o conseguido quitarse la vida después de haber sufrido bullying en el colegio. El caso más sonado ha sido el de las gemelas argentinas que vivían en un pueblo de Cataluña. Hubo más. Un menor con autismo de Tarragona intentó lanzarse por un balcón y una niña de solo trece años dejó una nota de suicidio de cuatro páginas explicando el infierno que vivía cada día en clase antes de intentar suicidarse. Afortunadamente, no lo consiguió.

El bullying es una lacra difícil de erradicar y que va adaptándose de forma peligrosa a las nuevas formas de comunicación, como las redes sociales. No hay muchos estudios sobre el tema. Más que nada porque es complicadísimo de medir, lo que abunda en las estadísticas son burdas aproximaciones. Más o menos, las fuerzas de seguridad vienen registrando una media de un millar de denuncias por acoso escolar cada año en toda España. La mayoría se dan en el grupo de edad que va desde los doce a los catorce años. Otro estudio, esta vez una encuesta, asegura que uno de cada cuatro alumnos percibió que en su clase existía algún caso de acoso escolar, aunque fuera sutil. Los datos son relativos al curso pasado.

Sentirse desplazado del grupo es un sentimiento muy fuerte, desolador. Tan potente que puede quebrar al más fuerte. La crueldad humana suele alcanzar límites insospechados, porque lo mismo que se forman grupos de unión y de colaboración también los hay dirigidos únicamente a acosar a las víctimas.

A todo esto se une que los colegios o institutos no suelen contar con unos medios adecuados para hacer frente a este tipo de situaciones. Existen protocolos, pero por lo visto son altamente ineficaces y los que están mal diseñados lo único que consiguen es estigmatizar a las víctimas haciendo todavía más profundo su malestar e incrementan hasta unos puntos insospechados los riesgos.

Los acosados suelen presentar una serie de síntomas comunes que al menos deberían servir para llamar la atención de sus padres. Hay veces que la modificación de la conducta del menor puede resultar imperceptible, pero en otras las alarmas son de un rojo tan intenso que es llamativo que nadie se dé cuenta de nada. Las víctimas sufren de estrés; de unos síntomas muy parecidos a la depresión, como la anhedonia (la falta de motivación para hacer nada); tienen problemas para conciliar el sueño; prefieren estar solos, lo que acaba impactando —lógicamente— en sus relaciones sociales; y, consecuentemente, su rendimiento académico acaba por resentirse y sus resultados que, muy probablemente antes fueran buenos, terminen hundiéndose. Existen medios suficientes y adecuados para que los centros educativos puedan activar las alarmas cuando se produzca alguno de estos casos, hay hasta aplicaciones capaces de aglutinar esa información. Incluso a través de aplicaciones en las que se valoran las emociones de los estudiantes en su día a día. Pero su uso es limitado.

Al otro lado de la moneda, también hay posibilidad de desenmascarar a un abusón. Suele ser niños bastante autoritarios, con un carácter bastante irritable —saltan a la mínima con cualquier chispazo—, con un bajo control de sus propios impulsos y que ejercen el poder sobre los demás como una forma de reafirmación. Por lo general, han crecido en un ambiente familiar poco afectivo, con lo que transportan su rabia fuera de las puertas de su casa y no hacen más que poner en práctica lo que han visto dentro de su hogar, lo que tampoco es excusa.

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