Shikamoo, construir en positivo

Ancares de hoy... y de ayer

José Luis Quintela Julián

José Luis Quintela Julián

Les prometo que nunca había estado un 1 de octubre en Ancares con temperaturas cercanas a los treinta grados. Aún no eran las nueve de la mañana cuando, subiendo hacia el Mustallar desde Piornedo, las corrientes de aire cálido te daban bofetadas al pasar, sin el Sol aún evidente en el cielo. Son los mismos mimbres de los que está cocinada la plaga de gusanos en Ponteceso, o los que implican que la velutina haya llegado -—ahora ya sí— precisamente a esas bellas tierras de Ancares. Es el cambio climático, una fuerte anomalía acíclica que nos deja boquiabiertos cada vez que acudimos a los registros, con temperaturas inéditas en ellos, y récords que se tornan en fugaces y hasta evanescentes... ¿Hasta dónde llegará esto? No lo sé.

En fin, queridos y queridas lectores. Ya saben que seguimos desde hace tiempo los acontecimientos en cuanto al clima y su devenir, y no solamente desde el punto de vista descriptivo o del que trata de hilar el mismo con la etiología de fenómenos, cada vez más frecuentes, que implican dificultades, destrucción y muerte. También me interesa lo relativo a la prevención de tales problemas, así como la mirada al conjunto de políticas y comportamientos necesarios para tratar de paliar al máximo las consecuencias de algo que, por lo que parece, es ya inevitable. Si además sumamos a eso un necesario análisis de vulnerabilidad, partiendo de la base de que los segmentos socioeconómicos más bajos son los que ya están sufriendo sus consecuencias, habremos completado la panoplia de elementos que me motivan, preocupan y atraen. Es un ámbito al que me gustaría poder dedicar más tiempo.

Pero hoy lo dejo aquí. Las apariencias engañan, y hoy no les hablaré del clima y sus veleidades, sino sobre algo más sencillo. Como les decía, volví a Piornedo, algo que no hacía desde hace mucho tiempo, y la verdad es que lo disfruté. Fue una especie de catarsis, porque esta bella aldea prerromana nunca me deja indiferente. Y me traslada, eso sí, muchos recuerdos. Había estado en Ancares por primera vez en el Carnaval de 1985, con Roque —profesor de Biología—, otros profesores y los compañeros y compañeras de Zalaeta. Pónganse ahora en los muy primeros noventa, quizá en 1990 o 1991. Entonces desde la Sociedad de Montaña Ártabros planeamos realizar la travesía de Ancares a Leitariegos. Luego volvería muchas veces a la sierra lucense, haciendo la integral del Miravalles al Penarrubia, invernal o no, o subiendo algunas de sus bonitas cumbres, a veces por Burbia o desde Suárbol (León). Pero esa era una de mis primeras salidas con el club de montaña, que coincidió un fin de semana de mucha lluvia, muy desapacible. En las cercanías del Miravalles, alguien avistó un corzo. Al mirar, resbalé y caí rodando unos metros. En caliente pude seguir andando, pero al enfriar iba a ser evidente que algo se había lastimado en mi pierna. En ese momento coincidió la propuesta de un repliegue. El mal tiempo arreciaba y, sin visibilidad y muy mojados, no era el mejor momento para llevar a cabo tal excursión. Terminamos en Piornedo, después de una buena caminata adicional por el monte. Y, allí, encontramos el cobijo de Esperanza Pérez Alonso —recuerdo el nombre con cariño—, que nos dejó dormir en su “palleiro”. Este pasado día 1 pude saludar a su hija, más de treinta años después, y reencontrarme con el lugar. No es que no hubiera ido antes —que sí lo hice— sino que esta vez tuve tiempo y la posibilidad de rememorar todo esto.

Volvimos a cenar en la Cantina Mustallar, como aquella vez. Entonces por seiscientas pesetas nos habían preparado unos huevos con chorizo y patatas, y un poco de caldo para empezar. Pero allí apareció también jamón, algo de un queso celestial, un bizcocho increíble, café y, sobre todo, mucho calor para aquel conjunto de jóvenes montañeros compuestos y sin fin de semana de travesía. Y, al final, yo no me quedé en el “palleiro” con los compañeros. Y es que, al enfriar, el tobillo presentaba ya una hinchazón considerable, y tenía que intentar no agravar la lesión. Por mil pesetas, recuerdo, dormí entonces en una cama muy alta, de aquellas de aldea, algo que fue maravilloso. Hoy la Cantina, donde volvimos a cenar y a dormir, es un establecimiento moderno e impecable, donde los sabores de antaño se mantienen. Pero les aseguro que tuve nostalgia de aquella cama, en aquel Piornedo de hace más de tres décadas. Y, ¿saben?, hablando con la persona que nos atendió ahora amablemente llegamos a la conclusión de que quizá lo hizo ella también entonces...

Piornedo es un lugar mágico, donde las “casas vellas” son parte del pasado de todos. He encontrado otros museos etnográficos sublimes —el de A Capela, por ejemplo—, pero la Casa do Sesto en Piornedo tiene algo muy especial, retrotrayéndonos a épocas duras, pero también bonitas, donde lo colectivo tenía una lógica que hoy no sabemos encontrar. Oigan, sin idealizar momentos más complejos y sabiendo reconocer todo lo bueno de nuestra sociedad de hoy, pero siendo conscientes de qué nos hemos dejado por el camino, y haciendo propuestas para intentar reencontrar una parte de ello. Y sabiendo valorar el pasado, lo cual también significa que, con lo de todos, podamos asumir el mantenimiento de unas infraestructuras que, si no son cuidadas desde lo público, se perderán, debido a la concatenación de factores diversos y complejos. Y es que las “pallozas” son bien de interés cultural, patrimonio colectivo, con lo que tenemos que implicarnos mucho más en que algún día no sean techadas irremediablemente con fibrocemento o con una chapa de metal. Ya he visto alguna así aquí y en otras latitudes. Porque “pallozas” también pude conocerlas en 1998, muy parecidas en Kinole o en Mkuyuni, en las cercanías de Morogoro (Tanzania). Un lugar donde les hablé de Piornedo o de O Cebreiro, ante sus atónitas miradas, creyentes ellos de que en Europa sólo había rascacielos...