Parece una tontería
Sé improductivo
Entiendo el interés en ser productivos, y en aprovechar el tiempo, y en no hacer el tonto en exceso. Hacerlo un poco, honestamente, lo veo inevitable. Entiendo que, alcanzado un límite, haya que ponerse serio, obviar las extravagancias, buscar en las cosas cierto provecho. Entiendo el sentido práctico que la vida demanda. En realidad, lo entiendo todo. Me gusta decir “te entiendo”, además. Todos agradecemos algo de comprensión. Entra alguien por la puerta, o sale, y me cuenta algo comprometido, o absurdo, o ridículo, o imposible, o vergonzoso, y yo lo entiendo. Vaya. Después me da igual, que es lo importante, pero, antes de nada, lo entiendo, claro que sí.
Hace unos meses, en un cóctel, alguien me dijo que a lo mejor escribía la tercera parte del Quijote, pero sin don Quijote, y también lo entendí. Casi me dio envidia, de hecho. Pero esta obsesión por mantenerse ocupados, y ser eficaces, y superarse, y hacer que las cosas den su fruto, y qué fruto, y no perder tiempo, como digo, en tonterías extras, es lo que más entiendo, y más igual me da. La productividad posee una lógica capaz de producir una enorme pereza, beneficios al margen. En el rendimiento y la utilidad hay algo de alienante, y también de vida equivocada, de error de principiante. Resulta descorazonador que haya que hacer las cosas para que produzcan continuamente un efecto valioso, o sensación de sentido.
Quienes fuimos en algún momento los inútiles de la familia, y con el tiempo nos vimos obligados a perseguir la productividad, sabemos que da pena caerse del pedestal. Quizá por eso llevas mejor ese momento en el que, al llegar al sofá, te preguntan qué hiciste en todo el día, y respondes con la pura verdad, satisfecho: “Casi nada. O nada”. Son ya clásicas las jornadas de trabajo que empiezan con un documento de Word, en el que escribes unas cuantas frases que te parecen soberbias, y que a media tarde borras porque, en realidad, son lamentables. Cuando el procesador te pregunta si deseas guardar los cambios, le das a guardar y amortizas un día, que, en total, se resume en cero frases. Y, sin embargo, fue un bonito día de trabajo.
Hay momentos en los que la ausencia de productividad no conduce a la nada, sino a la belleza. Hace 10 años, acudí a una exposición sobre Juan Carlos Onetti, y entre los objetos personales del escritor expuestos había una tarjeta de visita. Al distinguir en la parte inferior su teléfono fijo, no me resistí a anotarlo. ¿Para qué? Para nada, obviamente. Pero hace cinco años, con ganas de hacer realmente algo improductivo, decidí marcar el número y esperar. No sabía qué pretendía; tal vez confirmar que la línea había sido dada de baja. Pero de pronto, dio tono. Me puse nerviosísimo y empecé a sudar. Qué iba a decir si descolgaban: “¿Hola, ¿está Onetti?”. No cogió nadie. Una vez al año vuelvo a llamar. Nunca responden. La improductividad es máxima, la pérdida de tiempo total. Pero ¿y la belleza? ¿Y si un día descuelgan? Hay que entenderme.
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