Opinión | Shikamoo, construir en positivo

Un Koldo, dos Koldos, tres Koldos...

¡Buenos días tengan ustedes! ¿Qué tal les va? ¿Cómo llevan la inminencia de la cada vez más cercana primavera? El caso es que aquí estamos, y aquí seguimos embarcados en un mes de marzo, antesala de la explosión de luz y color que supone el fin del invierno… Les deseo que estén ustedes bien, y que les esté sentando fenomenal esta parte de su particular periplo.

Lo que sigue muy malito, en términos generales, es cualquier cosa parecida a una cierta normalidad en la institucionalidad, en la vida pública y en el servicio, desde la política, a los demás. Los seres crispados cuyas airadas voces oímos en todos los informativos no nos representan, con mucha frecuencia, y este eterno bodeville cuya pretendida moraleja se podría glosar con un “y tú más” nos asquea.

Ojo, no quiero decir que no haya buenas personas en la política. Claro que sí, y estoy seguro que esto es así en todo el espectro de la misma. Bueno, con la salvaguarda del respeto de los derechos humanos, porque quien por ejemplo equipare automáticamente inmigración y política, o quien con sus acciones propicie que una mujer sea menos que un hombre nos está dando indicios claros de que tal bonhomía presupuesta está, al menos, un poco en entredicho. Pero, dicho esto, claro que hay buenas personas. Muy buenas. Pero también es verdad que el intrincado de intereses en los que se mueve, la inercia del conjunto y la burbuja que supone muchas veces vivir entre “palmeros” y personas de tu signo, hacen el resto… Pero eso no le vale a una muy buena parte de la sociedad, porque a lo público hay que arribar con ganas de servir y no de ser servido, sin querencias y no con gustos finos, y con ganas de arrimar el hombro con el de al lado pero también con el diferente. Sólo así se construye una verdadera praxis democrática.

Con todo, el espectáculo actual a partir del caso Koldo sigue dejando bien alto el listón del mal gusto. Dejemos claro que hay una parte en todo ello, la de la comisión de presuntos delitos, que está reservada a la instrucción y a la capacidad de dilucidar del Poder Judicial. Todo ello, más técnico, tendrá que ser examinado y, si cabe, depurado en los foros oportunos. Nada que decir. Pero hay la otra parte, mucho más apegada a la realidad cotidiana, que tiene que ver con el día a día, con la imagen y hasta con la ética. ¿Qué pasó realmente mientras muchos conciudadanos y conciudadanas se morían a espuertas? ¿Hubo quien jugó sus potentes cartas para hacerse con un buen pellizco o no? ¿Y, si eso pasó, esas personas son capaces de seguir mirándonos a la cara? Yo creo que ahí está el quid de la cuestión, y ahí mora la posible y también presunta responsabilidad política de los que mandaban entonces, sean del signo que sean y en cualquier foro.

Pero yo voy más allá, ¿saben? Porque me parece, precisamente, que la cuestión principal no es si fue este, el otro o un tercero el que pudo haberse beneficiado de la situación. El problema es que, con la frágil democracia que hemos construido, todo esto es ya recurrente. Que a la política llegan con frecuencia seres iletrados, sin capacidad real de comprender la complejidad de los problemas, y que utilizan la misma única y exclusivamente para apuntarse a eso de la erótica del poder o para aumentar, en progresión geométrica, sus patrimonios propios o a través de parte interpuesta. O para tener teléfono, tableta y dietas gratis, un buen sueldo y comer genial a precio de saldo en el Congreso, yo que sé. Pero todo menos para aportar, para centrarse en los problemas con capacidad real y, fruto de eso, para lo que se llama hacer país, construir sociedad, hacer que todas y todos crezcamos y no sólo unos pocos y de la camarilla.

Sí, en España hemos viciado —o han viciado, para ser más exactos— la lógica de los partidos. Y la caterva de Koldos que, sin mayor oficio ni beneficio, pueblan los ayuntamientos, las diputaciones, las comunidades autónomas y el Estado es verdaderamente asfixiante. Sin preparación. Sin capacidad directiva real, pero al frente de la Administración. Y, repito, no sólo de asesores o de fontaneros, sino muchas veces con mando en plaza, sin otro oficio conocido que el de político y con escasas tablas más allá de la verborrea. Y eso, que ha florecido en todo el arco parlamentario, es la base en la que se instauran las meteduras de pata como parece que podría ser la actual. No digo que su existencia implique la comisión de delitos, válgame Dios, pero sí que es la base para una capacidad nula de control, una ética que muchas veces roza el conjunto vacío, una adscripción leonina al partido por encima de todo y una forma de trabajar —créanme que lo sé de buena tinta— digna de un esperpento de Valle-Inclán.

No, la política no es una partida de ajedrez ni un juego de suma cero donde unos a veces ganan y otros pierden. Es el sostén necesario para que nuestra sociedad sea cada día mejor, y todos los que aspiren a ayudar a eso desde el servicio público han de ser exquisitos en el trato a las personas, modélicos en su comportamiento y, sobre todo y esto es lo menos practicado, anteponiendo los objetivos buscados —y, mejor, pactados desde un amplio consenso— a la gloria partidista o partidaria o, mucho menos aún, personal. No creer en esto supone crear un entramado de hombres y mujeres fuertes y sus acólitos, que harán lo indecible por mantenerse en la pomada, al precio que sea. Aunque el precio, queridos y queridas, tantas veces lo paguemos todos los demás… Como tantas veces, en un entorno con pocos controles y donde los episodios de corrupción a veces apestan.