Opinión

Koldo y demás parásitos

Estoy seguro de que muchos ciudadanos comparten la idea de que lo más asombroso y decepcionante del caso Koldo ha sido la constatación de que en un organismo relevante de la administración General del Estado pululaba un enjambre de personajes de medio pelo, desaprensivos con antecedentes penales y analfabetos bien avezados en el arte de trepar que estaban en condiciones de apoderarse subrepticiamente de importantes tajadas del erario público y que habían conseguido un cierto estatus de respetabilidad que nadie entendía, que ningún político se cuestionó aparentemente y cuyo descubrimiento ha provocado una sorpresa general en gran parte de la opinión pública.

Es bien conocido que el principal debate establecido entre las alternativas de derechas y de izquierdas en las democracias parlamentarias como la española se relaciona con el tamaño del Estado. En general, y con los matices que se quiera, la izquierda propone la existencia de un Estado suficiente capaz de proporcionar a los ciudadanos los grandes servicios públicos, universales y gratuitos, y de garantizar sus derechos y libertades. Por su parte, la derecha piensa que el Estado es un pésimo administrador por lo que hay que reducirlo a su mínima expresión para permitir en lo posible que la mano invisible del capitalismo asigne los recursos de la manera más eficiente. Es claro que los grandes partidos de los principales sistemas pluralistas se bandean entre ambas posiciones, tratando de aprovechar lo máximo de ambas. Y es evidente que quienes pensamos que un estado de bienestar potente es condición indispensable de una civilización basada en la libertad y en la equidad tendremos grandes dificultades para defender nuestras ideas en tanto lo público se vea secuestrado de vez en cuando por personajes atrabiliarios y oportunistas que se cuelan por los intersticios de las administraciones y destrozan la imagen de las instituciones que encarnan y personifican el Estado.

Nuestra Constitución no es ajena a estas cuestiones y contiene un bien tramado artículo 103 en el que afirma que “la Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho”. El tercer párrafo va más allá: “La ley regulará el estatuto de los funcionarios públicos, el acceso a la función pública de acuerdo con los principios de mérito y capacidad, las peculiaridades del ejercicio de su derecho a sindicación, el sistema de incompatibilidades y las garantías para la imparcialidad en el ejercicio de sus funciones”. Es obvio que “el acceso a la función pública de acuerdo a los principios de mérito y capacidad” presenta dificultades pero el mandato no es optativo, y en tanto no se encuentre un mejor sistema, las oposiciones son el único medio conocido para cumplirlo. No hace falta decir que el tal Koldo no hubiera pasado este filtro.

El Tribunal de Justicia de la UE ha sancionado con razón a nuestro país por el excesivo número de interinos en las administraciones. La infracción es clara, pero no puede corregirse rebajando el listón de la exigencia sino convocando las oposiciones necesarias con la frecuencia debida. No se debería consentir que la dejadez y/o la corrupción degeneren en una sobreabundancia de Koldos en las distintas dependencias. Y, por supuesto, es necesario que se cumplan las prescripciones legislativas que disponen la inamovilidad del funcionario en su plaza, obtenida mediante concurso interno, hasta el nivel de director general. Si esta profesionalización no se produce, a pesar de que esté imperativamente regulada en la norma, se mantendrá en el seno de las administraciones una arbitrariedad muy negativa que muchas veces degenerará en episodios de corrupción.

Por otra parte, los partidos no pueden convertirse en oligarquías ni en sociedades de socorros mutuos como actualmente. Koldo llegó a Fomento a instancias del secretario de Organización del PSOE, quien no estaba pensando evidentemente en la idoneidad del personaje para las funciones que debería desempeñar sino que sencillamente le estaba buscando un acomodo.

En definitiva, el caso Koldo contiene un cúmulo de despropósitos que han de generar una red de alertas para que un escándalo de esta naturaleza no pueda volver a producirse.

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