Opinión

Instrucción penal, regalía del Ministerio Fiscal

Hay cuestiones que a modo de Ojos del Guadiana reaparecen cada cierto tiempo, están latentes, y por los más variados motivos, a veces interesados, resurgen. Tal es el caso de la atribución, no exenta de polémica, a los fiscales de la fase de instrucción penal, secularmente en manos de los jueces. Tan es así, que sobre esta temática ya habíamos manifestado nuestra opinión allá por el año 2010 en este mismo medio.

La rabiosa y notoria actualidad de este posible/probable traspaso de competencias, más por razones políticas que técnicas, hace conveniente que retomemos algunas ideas y adicionemos otras.

Es adecuado reparar en que, a nuestro entender, un sistema que confiriera a la Fiscalía la dirección de la instrucción no comprometería su constitucionalidad, en cuanto el art. 117 de la Constitución, al definir la función jurisdiccional (juzgar y hacer ejecutar lo juzgado) como exclusiva y excluyente, lo hace, o debe hacerlo, pensando, fundamentalmente, en los pronunciamientos de absolución o condena, extremos, que, obviamente, nunca serían atribuidos a los fiscales.

No vamos a disimular que nos alineamos en la tesis de abierta oposición a que se despoje a la autoridad judicial de aquella labor de instrucción, y en apoyo de esta postura vamos a exponer diversos argumentos.

Respetando todas las posturas, seguramente mejor fundadas y, desde luego, más autorizadas que la de quien suscribe, nos parece un argumento de cierta hipocresía cuestionar la imparcialidad de un juez encargado de la instrucción (y por imperativo constitucional independiente, inamovible, responsable y sometido únicamente al imperio de la ley) para abandonarla en brazos de un órgano no solamente vinculado, sino sometido al poder ejecutivo, conforme a la regulación contenida en su Estatuto y, que, además, es constitucionalmente configurado como “dependiente” (art. 124 de la CE), pues, donde existe subordinación jerárquica es conceptualmente inviable que pueda predicarse al tiempo independencia. Por otra parte, si se pretende defender la mutación del sistema aludiendo a una potenciación de la autonomía de los fiscales, esto es, mayor independencia del poder ejecutivo (creemos que un mero desiderátum) pues para este viaje no hacen falta alforjas, dado que para tal objetivo ya disponemos de los jueces; y si la situación de dependencia no se va a alterar, no constituye la Fiscalía, a nuestro juicio, el órgano adecuado para acometer la labor de instrucción.

No puede, con mínima seriedad, afirmarse que las garantías procesales de los ciudadanos se hallarían mejor salvaguardadas en manos de los fiscales que en las de los jueces, ni que sobre éstos se ciernan espectros más sombríos de parcialidad, tanto más, cuanto, en cualquier caso, no es el juez que instruye aquel que falla, mientras que, con el nuevo modelo, sí sería el fiscal que investiga aquel que acusa, dado que por expresa disposición estatutaria tal órgano es único.

Sobre el peligro que entraña la estrecha vinculación del poder ejecutivo con la Fiscalía son tan abundantes como esclarecedores ejemplos que todos tenemos en mente, y, además, actuales. Podríamos referirnos a la posibilidad de impunidades gubernamentales aun con independencia del máximo rigor profesional de cada uno de los integrantes de la Carrera Fiscal individualmente considerados, pues, los singulariza la consustancial sujeción jerárquica hasta la absoluta colindancia con las máximas autoridades del Gobierno.

Tampoco acertamos a comprender, seguramente por nuestras limitaciones, en qué razones se sustenta el pronóstico de que el cambio de titular en la labor instructora va a conllevar una ostensible agilización. No puede aceptarse el argumento de que, una vez que se les otorgue la instrucción, la plantilla de fiscales (a día de hoy muy inferior a la de jueces) será objeto de un ostensible aumento, pues, la respuesta es muy sencilla: increméntese la de jueces para, de una vez por todas, hacerles soportar una carga de trabajo racional. Es más, el vaticinio sería, mucho nos tememos, más lúgubre, de llegar a una suerte de bicefalia en la fase de instrucción (fiscal y juez de garantías), pues pudieran producirse mayores dilaciones.

Pretende sustraerse la actuación de la Fiscalía a cualquier sospecha de parcialidad invocando su especial sumisión al principio de legalidad en cuanto no solamente ha de actuar con plena observancia de la Ley, sino que la propia finalidad de su actuación ha de consagrarse al logro de su estricto cumplimiento. Sin negar que ello sea efectivamente así, a la frecuentemente denunciada oposición entre tal principio y el de jerarquía, a la dificultad, cuando no heroicidad, que para los miembros del Ministerio Fiscal viene suponiendo sustraerse ya no a las indicaciones de sus superiores en el propio orden jerárquico de la Carrera Fiscal (la nomenclatura de ésta, fiscal-jefe, teniente fiscal, es ya de por sí elocuente) sino del Poder Ejecutivo mismo, viene a añadirse la consagración en nuestro ordenamiento jurídico del principio de oportunidad que, queramos o no, es la antítesis del de legalidad.

Por lo tanto, no estaría de más, antes de lanzarnos a imitar modelos sin abolengo alguno en nuestro sistema jurídico y abominar de los propios (¡Qué tenacidad de los españoles en denigrar lo nuestro!) echar un vistazo a experiencias en países de nuestro entorno con insatisfactorio resultado (véase Italia).

No podemos dejar de realizar una reflexión. Si existe una tendencia tan evidente como paradójica y perniciosa a lo largo de los últimos años en nuestro país, lo ha sido la progresiva pérdida de espacios de poder en el ámbito judicial y, de ordinario, en beneficio del Poder Ejecutivo. Así, el inicial sistema de designación de Vocales del Consejo General del Poder Judicial (también de notoria actualidad), que diseñó la Ley del Consejo General del Poder Judicial 1/1980, de 10 de enero, cedió ante la regulación contenida en la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1 de julio de 1985, de forma que otorga de facto el mayor margen de maniobra al Ejecutivo y que se ha mantenido, en esencia, muy a pesar de que el Tribunal Constitucional, aun bendiciéndolo, advirtió de lo inadecuado de la nueva interpretación del contenido del art. 126.2 de la CE (STC del Pleno de 29 de julio de 1986), lo que, por desgracia, el tiempo se ha encargado de corroborar. Más tarde, hemos asistido a cómo a los jueces se les ha sustraído la potestad disciplinaria sobre sus propios funcionarios a favor de instancias gubernativas, cuando no meramente administrativas, cuya actuación deben impetrar a este respecto, y es que resulta francamente pintoresco el sistema, imaginemos una unidad militar en la que el comandante en jefe no puede reprender las insubordinaciones de sus soldados o un barco en el que el capitán no puede hacer lo propio con los marinos a sus órdenes. Y ya tiempo después asistimos a la atribución de funciones jurisdiccionales, que son exclusivas de jueces y magistrados a los letrados de la administración de justicia —por muy revisables que sean por aquellos—.

Tras este progresivo desapoderamiento, se cuestiona, nuevamente, lo que ha venido siendo una definidora función de los órganos judiciales penales y, una vez más, en favor de un órgano de tan innegable como estrecha vinculación con el poder ejecutivo, sin que aparezcan claras las ventajas, antes al contrario, que el nuevo sistema reporta.

Ya para finalizar, qué mejor modo de ilustrar lo expuesto que la siguiente transcripción: “ –Es que, ¿la Fiscalía de quién depende, de quién depende? —retórica pregunta del presidente del Gobierno—.

–Sí, sí, del Gobierno —asume el entrevistador—.

–Pues ya está —zanja el jefe del Ejecutivo—”.