“La vida es muy bonita. También puede ser injusta muchas veces, sí. Pero yo quiero vivirla”. Esta frase cobra un significado especial cuando la pronuncia alguien que estuvo al filo del abismo. Alguien cuya vida llegó a tener fecha de caducidad. Iria Saavedra, vecina de Narón de 38 años, padece desde que nació fibrosis quística, una enfermedad de tipo genético que afecta directamente a los pulmones y que, poco a poco, los va deteriorando. Su infancia y adolescencia transcurrieron entre hospitales, “siempre con infecciones, colonizada por pseudomonas, encadenando un ingreso detrás de otro”. A los 18, sus maltrechos pulmones dijeron “hasta aquí”, y el trasplante pasó a ser su última opción: “Los médicos fueron muy claros. Mi esperanza de vida era inferior a un año, mis pulmones iban a dejar de funcionar y el trasplante era mi única salida”.

Era el 11 de septiembre de 2001, y mientras el mundo asistía atónito al ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, Iria trataba de digerir desde una cama del Hospital Universitario de A Coruña (Chuac) que su futuro pasaba a depender de una llamada de teléfono que le comunicase que había un órgano compatible para ella. Una llamada que le ofreciese un futuro y la reconectase, con fuerza, a la vida. “Soy una persona optimista, que intenta ver siempre el lado bueno de las cosas, y creo que ese carácter, y también mi juventud, me ayudaron a llevar mejor la situación. Recuerdo ver a mis padres, mi hermana y el resto de la familia hechos polvo, y quizás era yo quien trataba de animarlos. En aquel tiempo discutía mucho con mi madre, porque ella siempre intentaba protegerme. Me tenía en una especie de burbuja, pero yo quería salir con mis amigas, ir, venir… No sabía si el día de mañana seguiría aquí, y tenía que vivir”, rememora.

Iria Saavedra, trasplantada bipulmonar, posa sonriente en la Torre de Hércules. Cedida.

Así, bajo el yugo de la incertidumbre, transcurrieron nada menos que ocho meses, hasta que el 25 de mayo de 2002, el teléfono sonó de madrugada para comunicar a los padres de Iria que su hija pequeña por fin tenía una oportunidad, gracias a que unos desconocidos, en un punto indeterminado de Galicia y puede que en el peor momento de sus vidas, tras despedir a un ser querido, acababan de aceptar donar sus órganos. La generosidad se imponía al dolor. La muerte daba impulso a otras vidas. “Era sábado y me había quedado a dormir en casa de mi prima, y en plena noche, cuando acabábamos de llegar de salir con un grupo de amigas, me llamó mi madre para decirme que me iba a ir a buscar una ambulancia para trasladarme al Chuac porque, por fin, me iban a trasplantar. Mi prima se vino conmigo en la ambulancia, y detrás, en coche, mis padres. Todos estábamos pendientes de esa llamada, y al final en el hospital se juntó un montón de gente. Tanto, que hasta las enfermeras alucinaban y me decían. ¿Pero tú cuánta familia tienes?”, cuenta Iria. Sus recuerdos se apagan, desde ese momento, hasta el miércoles siguiente. “Recuperé la consciencia tres días después, en un box de la Unidad de Reanimación (REA), rodeada de pósters y recortes de revistas del cantante David Bustamante. Luego supe por las enfermeras que durante esos días que no recuerdo estaba todo el rato hablándoles de él, de ahí el detalle”, apunta, divertida.

Iria aún se emociona al revivir el momento en que volvió a sentir que el aire que entraba por su nariz fluía libre hasta los pulmones. Una sensación, la de respirar de nuevo por sí misma, que jamás olvidará, y que al principio le costó asimilar. “Mi madre siempre dice que cuando me extubaron parecía que se me iban a salir los ojos de las cuencas. Cogía aire, miraba para ella y no me lo creía. De hecho, aunque mi hermana y las enfermeras insistían en que ya no me hacía falta, me costó unos días dejar el oxígeno. Tenía absoluta dependencia”, subraya. El tono cambia al rememorar las semanas posteriores a la intervención. “En su momento pude sobrellevarlo porque era muy joven y no pensaba demasiado en el futuro. Vivía el presente. Si me tocase pasar hoy por lo mismo, sería totalmente diferente, porque el proceso es muy duro. De hecho, a los 15 días tuve un leve problema de rechazo pulmonar que, afortunadamente, se solucionó. Desde entonces, no me ha vuelto a pasar, y son 19 años ya”, señala.

Una vez recuperada del trasplante, Iria retomó sus estudios, se sacó el carné de conducir, trabajó durante nueve años en la oficina de un concesionario —empleo que tuvo que dejar tras un resfriado que se complicó y que a punto estuvo de causarle un rechazo pulmonar— y se independizó con su pareja. “Estoy súper bien de salud, tengo vida, y todo gracias al acto de generosidad absoluto de una familia que dijo ‘sí’ a la donación. Si no fuese por esas personas, hoy no estaba aquí”, reivindica Iria, quien reconoce que el hecho de tener que dejar de trabajar tan joven (le concedieron una incapacidad total) supuso un fuerte varapalo. Colaborar, durante estos años, con una protectora de animales (Cometa) ha sido su otra tabla de salvación. “Encontrar algo que me llenase, y que me obligase a ocupar todo el tiempo libre que tengo, me hizo ver la vida de otra manera. Y también me ayudó tras el fallecimiento de mi padre, en 2019, que es lo peor que me ha pasado en la vida. La protectora es mi válvula de escape”, reitera.

Abelardo Sánchez, trasplantado de hígado. Cedida.

Casi los mismos años que Iria lleva trasplantado Abelardo Sánchez, ferrolano de 67 años que en mayo de 2003 vio como su vida pasaba a pender de un hilo, literalmente, y “de un día para otro”. Todo empezó unos años antes, cuando de forma totalmente casual al donar sangre, se descubrió que era portador del virus de la hepatitis B. “Por lo visto estaba ahí desde siempre, porque luego se determinó que probablemente me lo había transmitido mi madre al nacer. No obstante, en ese momento los médicos me dijeron que no me preocupase, que el virus estaba inactivo y que podría llegar a vivir 104 años, o fallecer de cualquier otra cosa, que no estuviese relacionada con él. Sin embargo, pasado un tiempo, en una de las revisiones a las que me sometía cada seis meses, detectaron que tenía las transaminasas por las nubes, y me pusieron un tratamiento que en principio controló la situación, aunque luego dejó de funcionar, me lo retiraron y el virus se activó ya de una manera salvaje, hasta el punto de que, en 15 días, me destrozó el hígado”, detalla Abelardo, y continúa: “Pasé de hacer una vida normal, a verme en una cama del Chuac al borde de la muerte. Porque aunque los médicos no me lo decían, yo me daba cuenta de que mi vida se estaba apagando. De hecho, yo mismo trataba de ir preparando a mi familia para ese final, que sentía inminente”.

Estando Abelardo inmerso en ese proceso de asimilación, le comunicaron que había una última opción: someterse a un trasplante de hígado. “Fue un auténtico subidón. Me veía desahuciado y, de pronto, había una alternativa”, resalta. La intervención, en su caso, fue “cuestión de días”. “Como mi situación era tan grave, me incluyeron en el paso intermedio entre la urgencia cero y la lista de espera convencional, de manera que el primer hígado que hubiese disponible en Galicia, iba a ser para mí. Es muy duro escuchar a tu médico comentar ‘a ver si este fin de semana aparece un órgano’, y saber que lo decía porque los fines de semana solía haber más accidentes de tráfico... Asimilar que es preciso que alguien muera para que tu vida pueda continuar, cuesta muchísimo. Obviamente, esa persona iba a fallecer igual, pero es complicado digerirlo. No sé a quién pertenecía el hígado que llevo en mi cuerpo, pero sí recuerdo a esa persona a diario. Y tanto a ella, como a su familia, les estaré eternamente agradecido”, subraya Abelardo, quien especifica que cada donación “puede salvar hasta siete vidas”. De hecho, mientras se desarrollaba su intervención, “en el quirófano de al lado estaban trasplantando un pulmón de la misma persona a otra paciente”.

Una vez recuperado del trasplante, Abelardo ya no se puedo reincorporar a su puesto de trabajo, y optó por dedicar su tiempo a “devolver a la sociedad” algo de lo que él había recibido. “Así fue como pasé a colaborar con la asociación gallega de trasplantados Airiños, que presido desde hace años, y en la que intentamos dar apoyo a los enfermos que están en lista de espera para ser trasplantados, y también a sus familias, porque hay situaciones muy críticas. El proceso de la enfermedad que lleva a necesitar una intervención de ese tipo, así como el postoperatorio y la recuperación, son complejos, y muchas personas lo viven con angustia y miedo. Yo siempre digo que no hay mejor terapia que conversar con alguien que ha pasado por lo mismo, y que te pueda orientar, con realidades y hechos, sobre cómo se está después del trasplante”, señala.

La coruñesa Ana Molina muestra una fotografía junto a sus hermanas, Elisa y Rosa, trasplantadas como ella de riñón, y que viven fuera de Galicia. Víctor Echave.

Ese sentimiento de angustia y miedo que refiere Abelardo, aderezado con altas dosis de esperanza, embargó a Ana Molina cuando, hace tres lustros, “a las diez y media de la mañana mientras caminaba por la Dársena coruñesa”, recibió la llamada que llevaba esperando dos años y medio. “Es difícil explicar cómo te sientes cuando te llaman por teléfono para comunicarte que hay un órgano compatible y que, por fin, te vas a someter a ese trasplante que llevas tanto tiempo esperando. Por un lado, estás alegre; por otro, preocupada, aunque tratas de tranquilizarte diciéndote a ti misma que ‘todo va a salir bien’”, describe Ana. En su caso, fue una dolencia genética, denominada poliquistosis, lo que la llevó a necesitar un trasplante renal. “Hasta que me empecé a encontrar mal y me hicieron pruebas, desconocía que sufría esta enfermedad. De hecho, tras el diagnóstico pasé directamente a diálisis. Estuve con ese tratamiento dos años y medio, hasta que llegó el trasplante”, explica esta vecina de A Coruña, quien reconoce que ese periodo fue “muy duro”. “La diálisis condiciona por completo tu día a día, ya que te obliga a ir al hospital tres veces por semana y, una vez allí, tienes que estar cuatro horas conectada a una máquina que se encarga de filtrarte la sangre”, apunta.

El trasplante, cuenta Ana, “salió muy bien”, y el postoperatorio, en su caso, fue bastante llevadero. “En apenas en una semana recibí el alta, y me recuperé sin problemas. Durante todos estos años he podido hacer vida normal, ya que me encuentro estupendamente. Eso sí, trato de cuidarme muchísimo. Siempre lo he hecho, pero desde el trasplante siento que tengo una responsabilidad mayor. Conmigo misma, pero también con mi donante y, por supuesto, con su familia, que en un momento tan complicado como el fallecimiento de un ser querido dijo ‘sí’ a la donación. Pienso mucho en todos ellos, y les estaré eternamente agradecida”, subraya. Gratitud que extiende a las personas que, unos años después, hicieron posible que dos de sus hermanas, Elisa y Rosa, afectadas también de poliquistosis y que viven fuera de Galicia, fuesen trasplantadas en sendos hospitales de Madrid. “Las tres estamos fenomenal, y eso que una de mis hermanas precisó también un trasplante de hígado. Nos sentimos muy afortunadas, y ojalá nuestro ejemplo sirva para que muchas más personas se animen a hacerse donantes”, remarca.

Elena Velasco, junto a su hermana Laura, que le donó su médula ósea. Cedida.

Hermanas, también de médula

Lo más habitual es regalar vida, en forma de órganos y tejidos, después de fallecer, aunque también es posible donar un riñón, o un trozo de hígado, en vida. “Y, por supuesto, médula ósea”, señala Elena Velasco, lucense de 39 años, recuperada de un linfoma de Hodgkin —“actualmente recibo inmunoterapia, pero es un tratamiento de consolidación”, apunta— gracias a que su hermana Laura le donó, precisamente, su médula. “Mi diagnóstico llegó a los 33 años, y aunque en el 80% de los casos esta enfermedad se cura con la primera línea de tratamiento, para mí no fue así. Recibí quimioterapia y radio, me hicieron un autotrasplante y finalmente, tuvo que ser mi hermana quien me donase su médula para curarme. Con todo, estoy agradecida, porque muchos enfermos no tienen la suerte de encontrar un donante entre sus familiares”, destaca Elena, quien llama la atención sobre el hecho de que, siendo cuatro hermanos, la médula de Laura, con quien tiene una unión especial, fuese la única “cien por cien compatible”. “Apenas nos llevamos un año y medio de edad, y nuestra relación siempre ha sido muy estrecha. Estamos tan unidas, que incluso tenemos la misma pandilla. Y ahora, por supuesto, mucho más. Cuando pienso que su máquina de fabricar sangre, por así decirlo, es ahora la misma que la mía, siento que está conmigo de manera metafórica, y al mismo tiempo, literal. No sé explicarlo, es extraño”, señala.

Vinculada a la Asociación Gallega de Trasplantados de Médula Ósea (Asotrame), Elena hace campaña activa, desde entonces, en favor de la donación, y recuerda que el procedimiento es “muy sencillo”. “En la mayoría de los casos, como una simple extracción de sangre. Es muy raro que haya que recurrir a una punción”, explica. Y se muestra especialmente orgullosa por el hecho de que a una amiga que se hizo donante de médula ósea a raíz de su enfermedad la llamasen, recientemente, para llevar a cabo el proceso. “Cuando lo supe, me emocioné muchísimo. Y ella también está encantada. Para alguien completamente sano tiene que ser muy bonito saber que gracias a su existencia, y a su disposición a donar, la vida de otra persona, de cualquier lugar del mundo, ha podido continuar”, reflexiona.

"Con el testamento vital y el documento de instrucciones previas se libera a la familia de tener la última palabra para donar"


“Tradicionalmente, Galicia era una de las comunidades autónomas donde se registraban más negativas familiares a donar órganos, y desde hace tres o cuatro años, hemos pasado a estar incluso por debajo de la media nacional. Este cambio de mentalidad está muy relacionado por el trabajo llevado a cabo por asociaciones de pacientes, profesionales sanitarios y administraciones en favor de la donación, y es algo que la sociedad gallega tiene que celebrar”, subraya el presidente de la asociación gallega de trasplantados Airiños, Abelardo Sánchez, quien especifica que, para hacerse donante de órganos, hay dos vías: disponer de un carné de donante, y comunicar en vida a la familia la intención de donar; o elaborar y firmar un testamento vital o un documento de instrucciones previas. Este último se puede hacer en los propios hospitales, en el Servicio de Atención al Paciente, y pasará a formar parte de la historia clínica, “facilitando todo el proceso”. “Con el carné de donante, la familia es quien tiene la última palabra. Sin embargo, con el testamento vital o el documento de instrucciones previas, ya no habría decisión familiar que valga. Notamos que hay cierta desinformación, y que mucha gente todavía desconoce qué opciones hay. Nuestra asociación, Airiños, lleva muchos años haciendo campañas en el entorno universitario, y nos hemos llevado una gratísima sorpresa al comprobar que un porcentaje altísimo de jóvenes se hacen el carné de donante cuando reciben información. Y en caso de fallecer, con el carné de donante, y habiendo manifestado a tu familia tu intención de donar, los liberas a ellos de tomar una decisión en un momento dolorosísimo, en el que además puede haber discrepancias al respecto. No obstante, elaborar el testamento vital ante notario, o el documento de instrucciones previas, es quizás la mejor opción, porque esa información se incluye ya en la historia clínica del paciente, quedando registrado que es donante”, especifica.