Sanidad

En los dos vértices del trasplante en Galicia

Una enfermera que trabajó en diálisis y ahora recibe ese tratamiento mientras espera un doble trasplante renal y de páncreas, y un joven que donó médula a su hermano y al que luego él cedió un riñón, comparten su experiencia para reivindicar las donaciones: ‘‘Un solo ‘sí’ puede salvar siete vidas”

Ana Mato, en Santiago, donde reside.

Ana Mato, en Santiago, donde reside. / Jesús Prieto.

Ana Mato trabajó durante años como enfermera en la unidad de diálisis de una clínica en Alemania. Hoy recibe ese tratamiento en su ciudad natal, Santiago, mientras aguarda impaciente una llamada telefónica que le comunique que al fin podrá someterse a un doble trasplante renal y de páncreas que la desenchufe de ese tratamiento y la reconecte a la vida. Martín Flores devolvió la salud y los sueños a su hermano, siendo apenas un adolescente, al donarle su médula. Quince años después, se invirtieron los papeles y fue su hermano quien le donó a él un riñón. Con la perspectiva y la experiencia de quienes han estado en ambos lados de la balanza, comparten su historia para reivindicar las donaciones: “Un solo ‘sí’ puede salvar hasta siete vidas”

Ana es compostelana, tiene 35 años y, en 2013, por motivos laborales, se marchó a vivir a Alemania, en concreto a la zona de Múnich, sin imaginar entonces que, un lustro después, su salud entraría en “caída libre”. “Soy enfermera de profesión, y como aquí estaba muy mal el tema, opté por hacer las maletas e irme a trabajar allí. Cuando llevaba ya un tiempo en ese país, en 2018, comencé a sentir malestar, se me hinchaban las piernas, estaba cansada... He de decir que tengo diabetes de tipo 1, diagnosticada prácticamente desde mi nacimiento, llevaba toda la vida pinchándome insulina y, aunque la enfermedad la tenía relativamente controlada, hubo épocas en las que, como es lógico, el azúcar no estuvo tan bien como debería, de ahí que se resintiese todo un poco. Empezaron a hacerme pruebas, vieron que ciertos parámetros ya no estaban bien y que mis riñones comenzaban a fallar, y me derivaron a un servicio de Nefrología”, refiere Ana, antes de desvelar un dato que evidencia “cómo la vida te puede cambiar de un día para otro” y cómo “cualquiera puede llegar a encontrarse” en la situación de necesitar un trasplante, como le sucede a ella en la actualidad: “Cuando pasó todo aquello, llevaba años trabajando en una unidad de diálisis e, irónicamente, ahora estoy en el otro lado: recibiendo ese tratamiento, mientras espero que aparezca un donante compatible para someterme a un doble trasplante renal y de páncreas que me devuelva la salud y la calidad de vida”.

Y es que, a partir de aquel momento, el estado físico de esta enfermera compostelana inició una "caída libre". “En principio, me dijeron que sería un proceso muy largo, que quizás podría llegar a los 60 años sin haber necesitado entrar en diálisis, no obstante, todo se desencadenó muy rápido sin que los médicos supiesen explicarme el porqué. Empecé a empeorar, el azúcar también de alguna forma se descontroló... fue como un círculo vicioso que aceleró todo. Tanto, que tuve que entrar ya en diálisis, de hecho, me pasaron a ese tratamiento estando ya muy, muy al límite. Es más, yo hubiese querido comenzar antes, porque no me encontraba nada bien físicamente”, resalta Ana, quien describe del siguiente modo la penosa situación en la que se encontraba en aquel momento. “Dos meses antes de iniciar la diálisis, cuando los médicos ya vieron que no había otro camino, sentía un cansancio tan brutal, que para ir desde la cama hasta la cocina de mi casa, necesitaba ayuda. Era incapaz de comer prácticamente nada, y perdí muchísimo peso porque tenía náuseas. Además, sentía un picor en el cuerpo tan grande, que había días en los que podía llegar a arrancarme la piel de tanto rascarme. Todos estos síntomas venían derivados de las toxinas que se acumulan en la sangre cuando los riñones no funcionan bien. Era terrible, y especialmente el cansancio. Dar dos pasos y no poder respirar, y necesitar ayuda para todo...”, recuerda.

El privilegio de vivir en España, líder en donaciones

En la actualidad, Ana lleva “prácticamente dos años” dializándose. “Comencé en Alemania y, desde que volví a España, en julio del año pasado, recibo el tratamiento en el Hospital Clínico de Santiago (CHUS). Dos años que se me están haciendo realmente largos. Muy largos”, subraya esta enfermera compostelana, quien admite que, “en principio”, su intención era quedarse en Alemania, “donde llevaba mucho tiempo” y tenía su vida “ya establecida”, de ahí que pasase “el proceso para entrar en la lista de espera” para un doble trasplante renal y de páncreas en aquel país. “Pero una vez que estaba dentro de esa lista, después de un proceso muy, muy farragoso (mucho más que el de aquí), resulta que me vi con que el tiempo medio de espera allí es de ocho años, lo que da buena cuenta de la suerte que tenemos en España al ser líderes mundiales en donación. La solidaridad de los ciudadanos de este país es lo único que posibilita que aquí la espera para recibir un órgano sea muchísimo menor, y esto es algo que hay que reivindicar. En mi caso, además, las condiciones en las que estaba siendo dializada en Alemania no me iban a permitir sobrevivir esos ocho años de espera que me quedaban por delante. Así de claro”, sentencia.

Martín Flores.

Martín Flores. / Cedida

Cuenta Ana que a diálisis va “tres veces por semana” y, aunque en su caso, hoy por hoy, tiene “la gran suerte” de recibir ese tratamiento durante “tres horas y media”, otros “compañeros” —como le sucedió a ella misma “la mayor parte del tiempo”—, permanecen “cuatro horas” conectados a una máquina que elimina las sustancias dañinas (toxinas) de su sangre, algo que sus maltrechos riñones ya no pueden hacer. “Esto condiciona completamente tu vida. Ya no es solo el hecho de tener que ir al hospital, tres veces por semana, y pasar allí todo ese tiempo conectado a una máquina, sino el cómo quedas después de recibir el tratamiento. Yo salgo de diálisis y, aunque quisiese ponerme a trabajar, sería incapaz de responder todos los días. Algunos sí, porque me encuentro en unas condiciones relativamente adecuadas para poder desempeñar mi labor profesional, pero la mayor parte de las veces no es así”, reconoce esta enfermera compostelana, quien especifica que, en su caso, la decisión de trasplantarle también el páncreas responde al objetivo de “intentar evitar que la diabetes, causante de gran parte de sus problemas renales”, pueda llegar a dañar también el nuevo riñón que le injerten.

Sentimiento “contradictorio” durante la espera

“Aunque vivo en Santiago, la cirugía me la harán en el Hospital Universitario de A Coruña (Chuac), el único centro de Galicia que realiza trasplantes dobles. Llevo en lista de espera desde el pasado mes de abril, y mi nefrólogo confía en que antes de que finalice este año, haya podido ser intervenida ya. Por mi edad y las condiciones en las que me encuentro, estima que podría ser así”, explica Ana, quien admite que, durante la espera, a veces le invade un “sentimiento contradictorio”. “Por un lado, te sientes muy agradecida. Que alguien decida donar sus órganos, o que lo hagan sus familiares una vez ha fallecido esa persona, para dar vida a otros —cada ‘sí’ a la donación puede salvar hasta siete vidas— es el mayor acto de altruismo que puede haber. Por otra parte, sabes que la desgracia de una persona, y de su familia, va a suponer para ti un beneficio enorme. Es un proceso de sentimientos encontrados, porque aunque eres consciente de que el donante iba a fallecer igual... resulta un poco contradictorio”, expone.

El “mejor regalo” para el receptor y sus allegados

Mientras aguarda a que le llegue su oportunidad, Ana anima “a todo el mundo a que se haga donante de órganos”. Ella lo es desde mucho antes de saber que, años después, su propia vida iba a pasar a depender de una donación. “Creo que la mejor manera para animar a la gente que lea este reportaje a que se hagan donantes de órganos es describirles el momento en que yo misma decidí hacerlo. No fue ahora, sino hace bastantes años, precisamente, cuando trabajaba como enfermera de diálisis en Alemania y viví, como profesional, el primer trasplante. Fue el de un usuario de diálisis, que dos años después de ser intervenido, nos vino a visitar acompañado por una niña de un año y medio. Aquel chico, que se pasó ocho años esperando el trasplante, y que durante las sesiones de diálisis siempre nos comentaba que le gustaría ser padre, aunque lo veía ya muy complicado porque superaba los 40, había podido cumplir su sueño. Cuando lo vi llegar a la clínica, con su hija, tan feliz... fui plenamente consciente de que la donación de órganos es el mejor regalo que se puede hacer, y no solamente a los receptores, enfermos sin otra alternativa terapéutica, sino también a todas las personas vinculadas a ellos”, resalta.

A Martín, compostelano también, de 38 años, le diagnosticaron enfermedad renal crónica, la dolencia que, años después, le llevaría hasta el punto de necesitar un trasplante, “en la infancia, cuando tenía 7 años”. “Estaba cansado y, a través de una analítica, vieron que tenía la creatinina [una sustancia de deshecho generada por los músculos como parte de la actividad diaria, y que los riñones filtran de la sangre cuando funcionan bien) en 1,6, es decir, en un nivel elevado, y ya me derivaron a Nefrología. A partir de ahí, empezaron a mirarme y a ponerle una fecha de caducidad a mis riñones. Estimaban que, como mucho, me durarían hasta los 20-25 años. Siempre viví un poco bajo esa sombra de que mi vida iba cuesta abajo”, rememora Martín, quien reconoce que, pese a ello, intentó “llevar una vida normal”.

“Pasé muchos años en los que solo me hacían seguimiento y, cada vez que iba a consulta, me decían que la cosa iba a peor. Psicológicamente, es muy complicado lidiar con eso. También es una pena que, en aquel momento, no se hubiese hecho nada más porque, ahora que ya estoy muy metido en esto [forma parte de la directiva de la asociación Alcer A Coruña], me doy cuenta de que el seguimiento no era suficiente. A mí, por ejemplo, nunca me asesoraron en el tema de la alimentación, que es muy importante. Solo una nefróloga que me atendió a los veintipico años me informó un poco sobre todo esto, y me dio también medicación. Pero, hasta  ese momento, no había gran cosa”, señala.

Y es que, explica Martín, a su dolencia “se le llama la enfermedad silenciosa”, porque “la gente no la conoce, a pesar de que es muy común”, y porque “los propios afectados tampoco la notan demasiado”, debido a que su evolución “es muy progresiva”. “Te vas encontrando peor, pero no empiezas a darte cuenta hasta que estás en la última etapa. En mi caso, al final estaba muy cansado, hasta el punto de que mi jefa llegó a preguntarme si me pasaba algo, porque había caído mi rendimiento. Tan hecho polvo me encontraba, que por las noches era incapaz de dormir, porque uno de los síntomas de esta dolencia es que tienes unos calambres tremendos en las piernas, sobre todo, por las noches. Esto es debido a que los electrolitos del cuerpo no están ajustados, como los de una persona sana. De hecho, yo me despertaba casi tapándome la boca para no gritar y despertar a todo el vecindario”, asegura, y prosigue: “Llegado a ese punto, hace un año y medio, yo mismo pedí una analítica para que me mirasen bien, y al ver los resultados, mi médica ya me envió directamente a Urgencias. Es que estaba tan mal, en aquel momento, que incluso algunos amigos se enfadaban conmigo porque no les contestaba a los whatsApp, pero es que me pasaba el día tirado en cama, literalmente, y casi ni podía coger el móvil. Mis fuerzas eran para trabajar y, después, caía rendido”.

“Al llegar a Urgencias —continúa Martín—, ya quedé ingresado, me hicieron pruebas y entré en diálisis —me derivaron a la clínica Diaverum, que tiene concierto con el Servizo Galego de Saúde (Sergas)— . Ya en aquel primer momento, estando hospitalizado, me preguntaron si tenía algún familiar que quisiese donarme un riñón, no obstante, mi hermano había hablado ya con los médicos para hacerlo él”.

Y es que, 15 años antes, cuando Martín convivía ya con la enfermedad renal, pero aún no había desarrollado síntomas graves y hacía una vida normal, fue su hermano quien necesitó una donación de médula, y quien se la proporcionó fue el protagonista de este reportaje. “Mi hermano ha pasado mil y una. Cuando era pequeño, padeció leucemia y se curó, después de recibir quimioterapia. Tiempo después, cuando tenía 25 años y trabajaba en Inglaterra, sufrió un atropello, le dieron muchísima medicación, le hicieron un montón de radiografías... y creen que eso desencadenó lo que le vino a continuación: una aplasia medular. Una dolencia muy, muy parecida a la leucemia, sin tener nada que ver, y que afectó a su médula”, refiere. “Antes de llegar a ese diagnóstico, lo trajeron de vuelta para Santiago, porque no sabían qué le sucedía, y fue un hematólogo de aquí quien dio con el quid de la cuestión. Durante un corto periodo de tiempo, estuvo sobreviviendo con varias transfusiones sanguíneas cada día, pero se le iba agotando la pila, y se planteó que la única opción era trasplante de médula de alguien compatible. Y, ese alguien, fui yo. Compatible, además, al cien por cien”, agrega, antes de recordar cómo todo aquello lo vivió “con mucha esperanza”: “Siempre tuve la certeza de que mi hermano se iba a salvar. En mi cabeza no había sitio para la posibilidad de que no fuese así”.

Quién le iba a decir entonces a Martín que, tres lustros después, los papeles se iban a invertir y sería él quien recibiese el mejor regalo de su hermano. “Cuando estaba en el hospital, nunca pensé en la posibilidad de que él fuese mi donante. No obstante, al día siguiente de preguntarme los médicos si habría alguien que quisiese donarme un riñón, mi hermano ya me contó que había hablado con ellos y que lo iba a hacer él. Y, que si yo no lo quería, lo iba a donar igual. Yo en el último momento tuve ciertas dudas, mi mayor miedo es que saliese mal, que hubiese rechazo y que él me hubiese donado su riñón y no sirviese para nada. Cierto es que donar en vida un riñón no supone ningún problema para quienes lo hacen, porque el órgano que les queda suple la función del otro, e incluso aumenta su tamaño. Además, por alguna razón que se desconoce, tienen una esperanza de vida mayor, y es que están mucho más controlados”, subraya.

El trasplante, en su caso, “fue muy bien”, ya que el riñón de su hermano “se adaptó perfectamente a su organismo” y empezó a notar la mejoría “desde el primer momento”. “El cambio es abismal”, subraya Martín, quien admite que “el miedo a sufrir un rechazo siempre está ahí”, aunque “también están ahí los médicos para controlarte”. “Después de haber vivido todo esto, me di cuenta de la importancia que tienen las donaciones de órganos. A mí me pasaba lo mismo que a casi todo el mundo, y es que no piensas en estos temas hasta que no te afectan. Y parece mentira que te tenga que pasar algo así para darte cuenta del incalculable valor que tienen las donaciones”, reivindica.

“Sin testamento vital, de nada sirve que el fallecido tenga el carné de donante si la familia dice ‘no”

“Sin testamento vital, de nada sirve que un fallecido tenga el carné de donante de órganos si sus familiares directos dicen ‘no’ a la donación. Sin embargo, existiendo ese documento, no hay duda de ningún tipo ni decisión familiar que valga. Esto es algo que la gente tiene que saber, y que hay que inculcar también a los jóvenes. A todos nos puede pasar algo en el momento menos pensado y, cuanto antes tengamos resueltas este tipo de cuestiones, muchísimo mejor”, aconseja Martín Flores, quien desde hace años colabora con la asociación Alcer A Coruña [de cuya directiva forma parte] en labores de voluntariado, precisamente, para promover las donaciones de órganos e informar sobre el proceso, por ejemplo, en centros de enseñanza.

Un papel que desempeña, también, Ana Mato, quien reivindica el trabajo de Alcer, además, “asesorando y dando apoyo” a los afectados por dolencias renales y a sus familiares, de ahí que recomiende a todas las personas que se encuentren en una situación semejante a la suya, a que “se pongan en contacto” con la entidad.

Un consejo al que se une Martín, quien supo de la existencia de Alcer “a través de una persona” a la que conoció en diálisis. “El nombre de la asociación me sonaba, pero nada más. Sin embargo, en cuanto supe de su existencia, a través de esta persona que se me acercó durante una de las sesiones y me explicó un poco cómo trabajaban, supe que no estábamos solos y que había alguien que miraba por nosotros. Eso me animó muchísimo, decidí hacerme voluntario, y empecé a conocer a otra gente con los mismo problemas y a aprender un montón sobre la enfermedad renal, yendo a charlas, etc. Ser un paciente informado es fundamental, igual que lo es contactar con personas que están pasando por lo mismo que tú y te entienden mucho mejor”, refiere.

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