El proverbio árabe “quien no comprende una mirada, tampoco comprenderá una larga explicación”, que un viejo y querido familiar nos transmite con su laconismo habitual, nos anima a hacerles llegar nuestra reflexión sobre dos actuaciones que se proponen, respectivamente, para los muelles del Este y del Centenario, en el puerto interior de A Coruña. La primera, la introducción de una nave comercial en uno de los puntos extremos de la dársena de la Palloza. La segunda, el desmontaje de la estructura conocida como La Medusa en la punta del muelle del Centenario. Para entender el presente y futuro de ambas acciones evocaremos, brevemente, aconteceres pasados.

Mirando hacia finales de los años 60 y principios de los 70, los mayores del lugar recordarán la dársena de la Palloza totalmente ocupada por numerosos barcos, como muestran las fotografías de la época: atracados en batería, y en sucesivas filas. También rememorarán el ocasional sonido de la sirena. El patrón la activaba llamando a los despistados miembros de la tripulación que todavía pretendían disfrutar de unas horas más en tierra, antes de partir a las mareas en el Gran Sol, en los mares de Irlanda.

El recinto portuario desplegaba una intensa actividad, compatible con el tránsito ciudadano. El puerto era un lugar de trabajo abierto a la ciudad. Hasta su desaparición y traslado, fue testigo de ello El Timón, emblemático cobertizo de madera, ubicado en la plaza de la Palloza, con su incesante venta de bebidas espirituosas.

Nada es así a día de hoy. Circunstancias diferentes inducen intervenciones que responden a otros objetivos e intereses. En primer lugar, se plantea la puesta en funcionamiento de una nave de cerca de cuatro mil metros cuadrados, con una construcción prismática de 65 por 48 metros, y diez muelles de carga. Con ella, una conocida marca de distribución alimentaria pretende mejorar su capacidad logística en el tratamiento de productos del mar, complementando así sus instalaciones ya operativas. La presentación del proyecto anuncia tanto una inversión cercana a los cinco millones de euros, y los consiguientes puestos de trabajo, como una declaración de intenciones sobre las características de la nueva edificación. Unas instalaciones constructivamente sostenibles, energéticamente eficientes, y arquitectónicamente integradas en el entorno.

Unos principios loables, con un lenguaje impecable, tanto por parte de la promoción como de la autoridad portuaria. Esta, por su parte, contempla que la intervención aporte valor arquitectónico con criterios de excelencia a la fachada marítima de nuestra urbe. Sin embargo parece olvidarse de su propio patrimonio. Un patrimonio como la lonja del Gran Sol, un icono arquitectónico que languidece, descuidado, según envejece. Una pieza de 250 metros de largo por 40 metros de ancho, emplazada en el muelle de la Palloza, diseñada y construida por los ingenieros Eduardo García de Dios y Félix Calderón Gaztelu. Un elemento singular incorporado en la memoria colectiva, que ha alcanzado la condición de un paradigma de integración en el contexto, tanto por su escala como por su imagen. Pero no parece pertinente su reciclaje, reestructurándolo y dotándolo de nuevos usos. La privilegiada posición de la pieza no impide que se desatienda, y se minusvalore. Tal vez dentro de unos años, alguien pensará en recuperarla, incluso en museizarla como un fósil. O llorará su pérdida.

En segundo lugar, la inquietud ante el desmontaje de una estructura construida en 2007: la Medusa. Con su cúpula de 105 metros de diámetro y 27 metros de altura ocupa un ingente volumen. En este se almacenaba el carbón, evitando las descargas a cielo abierto, que generaban molestias continuas e insalubridad a la población del casco urbano. Este casquete esférico rebajado, con una estructura de acero vista exteriormente (un sistema de nervios espirales que aportan textura y riqueza geométrica) se convirtió desde el primer momento en una seña iconográfica del puerto y su actividad industrial.

Al extinguirse la concesión a la empresa que la empleaba para el movimiento del carbón con destino a la central térmica de Meirama, las administraciones públicas comienzan a hablar de desmontarla, trasladándola a otro emplazamiento. Las noticias generan confusión en la ciudadanía, incluso entre los colectivos comprometidos con lo colectivo, con el común. Estos, con una evidente posición constructiva, aportan ideas, válidas tal vez en otro momento (la Asociación de Vecinos de Os Castros propone la realización de un Museo del Mar), pero alejadas de la realidad actual, e incluso ajenas al futuro. En una ciudad en la que se cierran museos, y la masa social responde con silencio, ¿qué quimera se plantea? Pero ante el riesgo de que desaparezca, o muera de abandono, emanan las propuestas insólitas. Les ofrecen argumentos a nuestros gobernantes para trasladarla, proceso en el quizás acabe empaquetada y olvidada en algún almacén.

Desmontar esta construcción implica desocupar alrededor de diez mil metros cuadrados, aproximadamente la superficie de la plaza de María Pita, y deshacerse de una inversión de millones de euros. Tal vez convenga darle a la Medusa una segunda oportunidad. Repensar su utilidad, valorar su presencia dentro de un proyecto de conjunto. Tal vez este sea el adecuado modo de operar en la fachada marítima de nuestra ciudad.

En otras ocasiones hemos manifestado, en este mismo medio, nuestra opinión sobre los muelles de Batería y Calvo Sotelo, espacios centrales del espacio portuario. Hoy planteamos la reflexión sobre un lugar productivo. Un espacio localizado a la misma cota que la plaza de María Pita, en uno de los extremos del arco imaginado y trazado por el urbanista César Cort, en el cual la mar, visual y olorosa, se hace presente en el ambiente urbano.

No hablamos con nostalgia ni con evocación romántica. Con las palabras pretendemos despertar una actividad cerebral, inútil muchas veces, y barata siempre: pensar. Tal vez no interesa. Tal vez lo único posible sea la acción continua, sin objeto ni finalidad. O su contrario, la procastinación. Hasta el momento, lo que percibimos es la carencia de un modelo colectivo del espacio portuario con relación al marco urbano en que se inserta. Apuntamos, por ello, la ausencia de un proyecto de conjunto que propicie soluciones integradoras; la descoordinación de las acciones, acometidas de manera parcial e individual; la falta de estrategia para establecer usos complementarios; y la gestión mercantilista cortoplacista. En estas condiciones, el futuro de los dos significativos lugares no semeja muy halagüeño.