El legendario Matt Busby buscaba un portero para su Manchester United. Con un grupo de futbolistas salidos de su propia factoría había conseguido dos títulos consecutivos de la Liga inglesa, pero la mente del técnico iba mucho más allá. Los bautizados como Busby Babes (la media de edad del equipo apenas era de 22 años y su líder un mozalbete llamado Duncan Edwards) soñaban con triunfar en la Copa de Europa que acababa de nacer pese a las reticencias que había mostrado la Federación Inglesa que invitaba a sus clubes a renunciar a aquella competición. Busby sabía que necesitaba un portero por encima de todo después de la retirada de . Su cantera no ofrecía nada de verdaderas garantías y sentía que tenía que proteger la espalda de sus jóvenes muchachos, que ese era uno de los puntos débiles de su equipo. Peter Doherty, que a sus 44 años vivía sus últimos días como portero jugador en el Doncaster Rovers, le sacó del problema. Cinco años atrás había fichado para el equipo a quien consideraba el mejor portero que había dado en mucho tiempo Irlanda del Norte. Su nombre era Harry Gregg. Le había descubierto en el Coleraine, el equipo norirlandés de la localidad en la que había nacido, y no solo le fascinaban sus condiciones como portero sino su personalidad.

Gregg se lo había ganado con detalles que iban más allá de sus habilidades en la portería. Criado en un ambiente humilde, entregaba en casa todo el sueldo que cobraba como futbolista del modesto Coleraine que equivalía al salario anual de un obrero en Belfast. Pero le impresionó aún más cuando en su primera temporada en Doncaster se perdió los últimos meses de competición por una doble fractura en su brazo. De vuelta a casa para descansar se rompió el tobillo en un accidente doméstico. Temía perderse el arranque del siguiente ejercicio y mucho más cuando el médico le dijo que tendría que estar más semanas de la cuenta con el yeso puesto porque la evolución del tobillo no iba como se esperaba. Llegó a casa y con la ayuda de un amigo, un martillo y un cincel se quito la escayola y apareció a los pocos días en el campo de entrenamiento del Doncaster Rovers. Doherty le dijo de todo, pero aquel gesto había servido para conmoverle. Sus paradas hicieron el resto. Por eso no dudó en ponerse en contacto con el Manchester United cuando se enteró de que en Old Trafford buscaban portero. Y eso que a la puerta del Doncaster Rovers habían llamado importantes equipos ingleses dispuestos a pagar cuantiosas cifras por ficharle, pero siempre se llevaron la negativa como respuesta.

Un día, sin previo aviso, Matt Busby y su inseparable ayudante Jimmy Murphy, llamaron a la puerta de Peter Doherty. "Queremos ver a ese portero del que hablas", le dijeron. Lo demás fue sencillo. Le siguieron en unos cuantos entrenamientos y tuvieron claro que no les estaban engañando. El United ofreció 23.000 libras por él, la cifra más alta que hasta ese momento se había pagado por un guardameta. Gregg no tuvo ninguna duda. "Si hubiera nacido millonario pagaría por jugar en el Manchester United", les dijo a sus interlocutores y aceptó un sueldo inferior al que cobraba en Doncaster e incluso en el Coleraine.

Con 25 años Harry Gregg se convirtió en uno de los veteranos del equipo de Old Trafford y su llegada en diciembre de 1957 fue una excelente noticia para un equipo que había arrancado la temporada con ciertas dudas y un par de tropiezos inesperados. Pero no tardó en integrarse en un vestuario donde su afición a los juegos de cartas le convirtió en inseparable de Jackie Blanchflower, Ray Wood, Liam Whelan y Johnny Berry. Matt Busby consentía aquella afición aunque les vigilaba para evitar que se jugasen demasiado dinero en las partidas con las que ocupaban los viajes en tren o los ratos muertos en los hoteles. El entrenador del United creía que aquel vicio era preferible al alcohol o a la excesiva afición a las mujeres. Solo se trataba de tenerles bien atados.

En aquella primera temporada de Harry Gregg en el Manchester United, la Copa de Europa se convirtió casi en una prioridad tras comprobar la solvencia con la que competían. De alguna manera sentían que Inglaterra se les quedaba pequeña. Cayeron el Shamrock Rovers, el Dukla de Praga y el Estrella Roja para alcanzar las semifinales donde les esperaba el Milan y allí al fondo, en una hipotética final, el Real Madrid de Di Stéfano. Pero todo acabó de manera trágica en el aeropuerto de Múnich donde el United realizó una parada en su viaje de vuelta desde Belgrado tras eliminar al Estrella Roja. La historia mil veces contada. Bajo un intenso temporal de nieve el avión hace varios intentos de despegar, pero el hielo en las alas se lo impide. Todo hace pensar que van a quedarse en Múnich a hacer noche hasta que el capitán Thain comunicó que iban a hacer un nuevo intento de despegue. El avión no coge la suficiente potencia y se estrella contra una edificación que había al final de la pista.

Gregg viajaba en la parte delantera del avión, circunstancia que marcó el destino de buena parte del pasaje porque la mayoría de los veintitrés fallecidos ocupaban la mitad posterior del Elissabethan, el Airspeed Ambassador en el que viajaban. El portero recuerda que sintió un fuerte golpe en la cabeza y que un enorme zumbido no le deja oír bien. Fue de los primeros en salir del avión y se encontró al capitán, James Thain, con un extintor tratando de combatir el fuego que se había originado. "Corre que puede explotar" le gritó. Gregg caminó unos metros pero al poco rato sintió el llanto de un niño. Dio la vuelta y no se lo pensó dos veces. Entró en medio del amasijo de hierros mientras se producían pequeñas explosiones y no salió hasta que encontró al crío y se lo entregó al operador de radio que estaba fuera atendiendo a los primeros heridos que salían del aparato por su propio pie. El guardameta volvió a entrar para sacar de allí a la madre de la niña que resultó ser Vera Lukic, la mujer de un diplomático yugoslavo destinado en Inglaterra que hacía el viaje con ellos, y que en ese momento estaba embarazada.

Después Gregg se desplazó hasta la parte posterior del avión y se encontró a Bobby Charlton y a Denis Viollet inmóviles en sus asientos. Pensó que estaban muertos, pero aún así comenzó a arrastrarlos como si fuesen muñecos hasta el exterior mientras los llamaba a gritos. Ambos despertaron y con su corbata le hizo un torniquete a Charlton que estaba perdiendo mucha sangre por un brazo. Como llevado por una fuerza superior, Gregg volvió una vez más al avión mientras empezaban a llegar los servicios de emergencia del aeropuerto. En su siguiente paseo encontró a Jackie Blanchflower que lloraba sin poder moverse y tenía sobre él el cuerpo sin vida de Roger Byrne. Lo apartó con cuidado y cargó a hombros con uno de los mejores amigos que había hecho desde su llegada al vestuario del Manchester United. No fue la última persona que rescató del avión. Aún volvió a por Matt Busby que tenía un enorme golpe en el pecho y que solo repetía "mis piernas, mis piernas". Gregg, un tipo de enorme fortaleza, lo cogió en brazos y lo llevó a una de las primeras ambulancias que llegaron al lugar de la tragedia. Luego se sentó en la nieve y se echó a llorar.

Harry Gregg, aunque fue un portero que sufrió importantes lesiones, participó en la reconstrucción de aquel Manchester United. Él fue de los pocos futbolistas que se alinearon a las pocas semanas en el partido contra el Bolton. La mayoría estaban muertos (fallecieron ocho componentes del equipo), heridos o simplemente no podrían volver a jugar al fútbol. El club tardó en conocer de nuevo el éxito y no fue hasta cuatro años después cuando volvieron a levantar un trofeo: la Copa inglesa. Él se marcharía del club en 1966, poco antes de que el United lograse la Copa de Europa con la que soñaban los que aquella tarde se encontraron con la tragedia. Gregg pasó a la historia como el héroe de Múnich, un calificativo del que aún ahora a los 87 años de edad trata de escapar.