Medio siglo del desastre de Montrove, en Oleiros

Un avión que recorría la ruta Madrid-A Coruña se estrelló en el Pazo do Río, a tres kilómetros de la pista de Alvedro, por la niebla | Fallecieron las 85 personas que iban a bordo

Un guardia civil observa los restos del avión esparcidos por el Pazo do Río.  | // EFE/JGV

Un guardia civil observa los restos del avión esparcidos por el Pazo do Río. | // EFE/JGV / Adrián G. Seoane

Adrián G. Seoane

El 13 de agosto de 1973 el vuelo 118 de Aviaco, que viajaba de Madrid al aeropuerto de A Coruña, en Alvedro, se estrelló en Montrove, a tan solo tres kilómetros de la pista tras varios intentos de aterrizaje. Las 85 personas que viajaban en el avión (79 pasajeros y 6 tripulantes) perecieron en el accidente. Solo un miembro de la tripulación fue rescatado con vida, pero falleció aquella misma tarde en el entonces hospital Juan Canalejo. Esta es la peor tragedia aérea de la historia de Galicia y una de las mayores registradas en España.

El avión, un Caravelle francés, se había precipitado contra una de las casas del Pazo do Río (hoy día un hotel restaurante) tras colisionar contra un bosque de eucaliptos. La velocidad y fuerza de la nave fue tal que arrancó de cuajo cuarenta de estos árboles como si fueran simples briznas de hierba. Dentro de la vivienda, que en aquel momento estaba en obras, se encontraba un trabajador que también murió debido a la embestida.

Según la versión oficial de Aviaco, la niebla fue la causante de la tragedia. Aquella fatídica mañana había espesos bancos de bruma que impedían la visibilidad en la pista, por lo que el avión intentó aterrizar dos veces sin éxito realizando una maniobra conocida como “motor y al aire” o “go around”, que consiste en tomar altura de nuevo si no se consigue alcanzar tierra. Al tercer intento la nave descendió demasiado y chocó contra el bosque de eucaliptos en el monte de A Barreira, en el que perdió dos alerones.

Una de las turbinas del Caravelle, todavía humeante.  | // LA OPINIÓN

Una de las turbinas del Caravelle, todavía humeante. | // LA OPINIÓN / Adrián G. Seoane

Perdido el control, el piloto trató de enderezar el avión poniendo el motor a máxima potencia, pero esto solo provocó que la aeronave estallase en llamas y, tras chocar contra una pequeña casa de labradores, afortunadamente desocupada, acabó empotrándose contra el pazo en una vorágine de fuego, mientras la cabina salía despedida y acababa junto al hórreo. Testigos presenciales mencionan que el piloto consiguió manejar el avión durante unos instantes, pero este enseguida empezó a pegar bandazos hasta perder altura y precipitarse con una explosión que se escuchó a kilómetros de distancia.

Dos obreros que se encontraban trabajando en la zona acudieron rápidamente al pazo para buscar posibles supervivientes. Como en muchas otras catástrofes, los vecinos fueron los primeros en llegar al lugar del siniestro, aunque el choque y la explosión fueron tan brutales que ya poco se podía hacer por encontrar a alguien con vida: solo un tripulante sobrevivió a la colisión, pero con heridas fatales.

Luego llegaron los bomberos, que únicamente pudieron encontrar a un perro que se agarraba a su salvador. Dos días después, se personaron los técnicos de Aviación Civil, que realizaron estudios para la instalación en Alvedro del ILS, un sistema que facilita el aterrizaje. Durante meses, cientos de curiosos se acercaron hasta los restos del avión como si de una peregrinación se tratara; las colas de gente eran interminables.

Aeropuerto de Alvedro en la época del accidente.  | // LA OPINIÓN

Aeropuerto de Alvedro en la época del accidente. | // LA OPINIÓN / Adrián G. Seoane

Entre los fallecidos había muchos vecinos de Oleiros, Culleredo, A Coruña o Ferrol. Ocho miembros de una misma familia viajaban todos juntos: habían perdido su vuelo el día anterior. Una mujer que había decidido viajar en avión en lugar de hacerlo en coche con su marido, ya que se encontraba en un estado avanzado de gestación, falleció junto con sus dos hijos. Otros lograron salvar la vida al no coger en el vuelo debido a imprevistos de última hora, como el que le ocurrió a la secretaria del responsable del aeropuerto de Alvedro, que no llegó a subirse a la nave porque no encontró billete.

Mariví Zelada, hija del por entonces presidente del Banco Exterior de España, Miguel Zelada, regresaba de Yugoslavia de viaje de novios para darle una sorpresa a su padre, que veraneaba en Villa Galicia, antigua residencia de Santiago Casares Quiroga, último presidente de la Segunda República antes del estallido de la Guerra Civil. La villa se encontraba al lado del lugar del accidente y su padre desconocía que su hija viajaba en el avión, descubriéndolo más tarde cuando se conoció la lista de pasajeros.

Este accidente marcó un antes y un después en las maniobras de aterrizaje que eran comunes en la época. Hasta ese momento, era habitual que los pilotos recibiesen como recompensa una paga extra por haber aterrizado en un aeropuerto con condiciones meteorológicas complicadas. De esta forma, las compañías aéreas se ahorraban el gasto económico y logístico que les suponía que el avión llegase a un aeropuerto distinto al programado, ya que debían proporcionarles a los pasajeros los medios necesarios para llegar a su destino original sin coste adicional alguno para ellos.

A raíz de esta desgracia, las aerolíneas dejaron de premiar a los pilotos cuando realizaban este tipo de maniobras. Durante los siguientes años muchos vuelos tuvieron que ser desviados de A Coruña a Santiago por causa de la bruma que es habitual en la zona, hasta que el aeropuerto coruñés instaló un sistema antiniebla hace solo quince años. La tragedia quedó marcada a fuego en la memoria de los vecinos de la zona. Muchas personas tardaron años en atreverse a volar desde el aeropuerto de Alvedro y hasta 1990 no hubo servicio de reactores, cuando se amplió la pista.

En 2014, más de 40 años después de la catástrofe, se instaló en el cementerio de San Amaro de A Coruña un monumento conmemorativo construido en mármol y con forma de alas de avión que contiene todos los nombres de las víctimas grabados en piedra. El monolito fue iniciativa de la familia de Francisco Pérez, una de las víctimas que viajaba en el Caravelle y cuyo nombre aparece con una mención especial. Gracias a este monumento se cumplió el deseo de muchos familiares, que anhelaban tener un espacio propio en el que recordar a las víctimas de aquel fatídico 13 de agosto. La mayoría de los cuerpos fueron enterrados en fosas comunes debido a que muchos no pudieron ser identificados, ya que en la época no existían las pruebas de ADN de hoy día.

Aunque ya ha pasado medio siglo, las imágenes del accidente siguen grabadas en las retinas de quienes lo vivieron y lo sufrieron; de quienes estuvieron allí presentes, cooperando con todos los recursos disponibles a su alcance, y contemplaron el horror a través del humo y las llamas.

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