La memoria viva de la catástrofe de Montrove

Juan José Vázquez y María Luisa Pena presenciaron el accidente desde su casa y fueron de los primeros vecinos en llegar al lugar del siniestro para ayudar a buscar supervivientes

Juan José Vázquez y María Luisa Pena, que llegaron hasta los restos del avión cuando aún estaba en llamas.  | // CASTELEIRO/ROLLER AGENCIA

Juan José Vázquez y María Luisa Pena, que llegaron hasta los restos del avión cuando aún estaba en llamas. | // CASTELEIRO/ROLLER AGENCIA / Adrián G. Seoane

Adrián G. Seoane

“Aquella mañana tenía que colocar una reja, pero no fui a trabajar por superstición, porque era día 13”, explica Juan José Vázquez, que tenía su taller de carpintería metálica en el mismo sitio en el que se estrelló el avión. “Estaba en casa y sentí al avión dando vueltas y me dije: ‘Qué cosa más rara’. Salí fuera y pensé: ‘No me extraña, no se ve el aeropuerto con la niebla que hay’”. Cuando Vázquez volvió adentro escuchó un ruido extraño: la aeronave había chocado contra el bosque de eucaliptos y en ese momento ya volaba de lado. Cuando salió de nuevo, el avión pasó muy cerca de él, volando a tan baja altura que pudo ver a la gente agitando los brazos y gritando desde las ventanillas.

En cuanto el avión se estrelló contra el pazo, Vázquez salió corriendo al lugar del accidente junto con otros vecinos de la zona; fueron los primeros en llegar para buscar supervivientes. “Al llegar allí ya vimos el avión y me di cuenta de que había uno vivo”. Era un miembro de la tripulación que había salido eyectado de la cabina, todavía atado al asiento arrancado de cuajo. “Tenía un lado de la cara arrancado”, describe Vázquez con pavor en su mirada.

“Fuimos hacia él y mientras subíamos hubo otra explosión detrás. En cuanto lo liberamos miré para el suelo y vi los cadáveres, quemados y manchados de barro”, relata Vázquez mientras se oye a un avión pasar por encima de su casa. En Montrove están más que acostumbrados al tráfico aéreo debido la cercanía del aeropuerto. De hecho, la mujer de Vázquez, María Luisa Pena, señala una gran cantidad de grietas en las paredes de su casa que atribuye al constante paso de los aviones. “Tengo que hablar con la concejala de Urbanismo del Concello”, indica.

Aunque el miembro de la tripulación vivo era incapaz de hablar por el shock, Vázquez dice que podía entender lo que pasaba a su alrededor por la expresión de sus ojos. “Había un médico que casualmente iba para la playa y en cuanto vio el accidente fue hacia él. [...] El médico le decía al herido: ‘¡Respire!’ Y vi cómo hinchaba el pecho dos veces”.

“Estaba en casa con mi hija y quise ir a ayudar, pero me vino una humareda y escapé para la carretera”, indica Pena. “Cuando vi a la azafata con dos niños abrazados, ya no quise ver más” , dice con la voz quebrada y lágrimas en sus ojos. Cincuenta años después, el horror que allí contempló sigue presente en su memoria, indeleble. “Tuve pesadillas durante meses en las que no veía más que brazos y piernas quemados”, declara Pena. “Durante los días siguientes tuve dolor alrededor de los ojos. Cuando fui al médico me dijo que tenía hematomas de abrirlos tanto por el asombro”, asegura.

“Lo que me asombró fue que la gente iba allí a mirar con morbo, yo no sé cómo podían hacer eso”, señala indignada. “Durante dos meses no pararon las colas. Me entraban por un lado de la casa, por la huerta, por todas partes”.

Mauricio García presenció de niño los restos de avión. Tenía ocho años y viajó hasta allí con sus padres y sus dos hermanas pequeñas. “Dos o tres días después del accidente mi padre nos llevó hasta el pazo. La imagen que tengo es la del avión hecho trizas encima de la casa, aplastada”, explica García. “Recuerdo que también había muchísima gente curioseando, muchos mirones”, cuenta.

Cree este matrimonio que el piloto intentó evitar una desgracia mayor tratando de aterrizar en los prados de alrededor, pues muy cerca del siniestro había muchas viviendas, además de la carretera nacional y un polígono en el que trabajaban cientos de personas. “El piloto intento salvar al pueblo y lo salvó”, sentencia Pena. Así también opina José Enrique Cruz, vecino de Montrove, que en el momento del accidente tenía 16 años. “Si el avión cayese un poco más abajo llegaría a la N-VI, y allí, por aquel tiempo, había mucha industria y mucha gente trabajando en ella, por lo que casi seguro habría muchísimos más muertos”, expone Cruz, que nunca llegó a visitar los restos de avión. “Por lo menos durante una semana olió a carne quemada y siguió saliendo humo del avión. Aquello me producía muchísima tristeza y no quise verlo”, recuerda.

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