Buenos y bonitos días, en estas jornadas finales del mes de mayo, entre augurios de bonanza en todos los sentidos y… una nueva confusión entre los deseos y la realidad. Sí, ojalá estos se materialicen, y vaya a buen término todo lo bueno que se dice que va a pasar… Pero ya saben, haciendo lo mismo, la ciencia no puede esperar que ocurra algo distinto. Y las medidas de relajación generalizada, y tan esperada, tras lo que parece hoy que fue lo más duro de la pandemia, han de ir sustentadas por una evolución real de las cosas que así lo amerite, y no únicamente por las ganas, perfectamente entendibles, de un borrón y cuenta nueva…

Así las cosas, en estas latitudes estamos hoy mejor que hace un año, por supuesto. Pero no en todas partes del mundo pueden afirmar esto mismo. La infección por SARS-CoV-2 se ceba con los más vulnerables. Con aquellos que viven en los países más polarizados por la desigualdad, con estándares de salud comparables o superiores a los más exigentes de Occidente, pero para muy pocas personas acomodadas El resto, la gran mayoría, vive al día y espera no tener un revés de salud, porque o no hay tratamientos disponibles o, aunque los haya, no los podrá pagar.

Se lo digo yo, que he conocido realidades en las que el único dispensario disponible para miles de personas estaba atendido únicamente por un promotor de salud, y no por alguien verdaderamente cualificado, con escasos o nulos medios. He conocido locales de estas características provistos únicamente de unas tijeras herrumbrosas, algo de esparadrapo y gasas y una botella de lo que podría ser solución yodada completando el panorama. Y, mientras, los niños afectados por malaria yacían en cualquier cuneta, entre escalofríos, y el agua no segura diezmaba a la población local. Muchas de esas realidades han cambiado para mejor en los últimos años, sí, pero les aseguro que quedan muy importantes bolsas de personas absolutamente excluidas en materia de protección de la salud.

En este contexto… ¿importa realmente la COVID? Pues… relativamente, ya que aunque hace estragos entre poblaciones ya previamente depauperadas, su efecto no deja de ser uno más entre cuatro, cinco o seis flagelos mortales que le pueden truncar la vida a uno. De la escasez de comida a la de agua segura, pasando por brotes de las más variopintas y escalofriantes patologías, incluyendo periódicos repuntes de fiebres hemorrágicas, alta prevalencia de la infección por VIH sin posibilidad de acceso a antirretrovirales, y la sempiterna malaria.

Así las cosas… ¿nos parece realmente extraño que haya muchas personas que, exhaustas y superadas por una realidad cotidiana absolutamente lacerante, se jueguen la vida ante la más mínima posibilidad de acceder a una vida mejor? Pues a mí, francamente no. Lo practicamos nosotros en múltiples ocasiones y lo hace hoy quien cree que su particular Eldorado puede estar más allá del mar, o de una alambrada, por alta que esta sea. Y lo hará la Humanidad mientras a alguien le queden folgos para ello. Es lógico, es comprensible y… es bueno para el intercambio genético y mejora de la especie, amén de que resulta una estupenda forma de revisión continua de mantras aprendidos, clichés culturales y otras adherencias parecidas… Y es que, así como viajar te abre la mente, que otro diferente se siente a tu lado te interpelará como ser y te ayudará a una revisión crítica de tu propio yo y tu entorno. Sí, la mezcla es buena. Y lo más paradójico de las más mezquinas, crueles y asesinas formas de decir lo contrario —como la firmada en torno al Holocausto y la pretendida supremacía “aria” — es que la hiperselección y el afinamiento de un patrón común solamente conducen a la debilidad y al empeoramiento en términos genotípicos de las criaturas. La mezcla, sin duda, presenta grandes ventajas.

Por eso encontrarán en mí a un gran defensor de los movimientos humanos, lo cual no deja de ser una tontería porque, se sea defensor o crítico, estos siempre existieron, se siguen produciendo y perdurarán siempre. Es connatural a nuestra propia realidad, y nosotros mismos —muy en especial en el Sur de Europa— somos el resultado de un conglomerado de innumerables culturas y procedencias. Está, de forma real y figurada, en nuestro ADN. En el de todos, digamos eso o lo contrario.

Inmigración sí, sin ningún tipo de duda. Por ética, porque el mundo es mucho más que aquello en lo que lo hemos convertido, y porque incluso desde el punto de vista de la oportunidad, necesitamos personas ante un crecimiento vegetativo negativo. Pero, eso sí, asumiendo que el que quiera vivir entre nosotros deberá aceptar un mínimo básico innegociable. Y esto no es otra cosa que el absoluto respeto a cualquier ser humano y a la diversidad, que amerita precisamente tal actitud abierta al de otro lado, pero que también incluye como iguales al hombre y la mujer o que respeta cualquier aspecto o condición de la persona, desde una óptica inclusiva sin paliativos.

Por eso es triste observar el devenir de estas cuestiones, la utilización de la inmigración como arma política por parte de países terceros, o determinados comentarios vertidos sin conocimiento o experiencia ante esta terrible realidad personal, así como escenas horrorosas de muerte, fruto de la sustitución de unos canales de inmigración organizados, que han dejado a quien migra al albur de las veleidades de la política, y de lo orquestado por las mafias traficantes de personas.

Quien se va de su sitio busca la paz y poder progresar y esto, aunque regulado, ha de ser posible. Ganaremos todos si es así. Y más quienes nos estamos extinguiendo como sociedad.