Tengan ustedes un buen día. No sé si, perdidos como estamos en nuestras cuitas terrestres y terrenales, son conscientes ustedes de la importancia de lo acaecido en estos días en torno a la Luna. Me refiero a lo relativo a la misión Artemis I, que vuelve a situar a la Humanidad en una senda de cada vez más complejas misiones que tienen como objetivo la exploración de ese satélite y de Marte. Un esfuerzo que no debemos mirar como sustitutivo de otros importantes hitos pendientes de lograr en nuestro planeta, empezando por la mejora de las condiciones de vida para todos y todas, sino como un complemento a estos. Y es que el desarrollo espacial es, también, una historia de superación y de mejora científica y tecnológica, que ha venido produciendo desde el principio importantes avances, fundamentales en mil y un contextos diferentes.

En cualquier caso, en mi columna de este último día de noviembre no pretendo dar mi punto de vista sobre la pertinencia o no de estos trabajos, ni abundar sobre ellos. La idea hoy es mucho más simple y, si me lo permiten ustedes, filosófica. Y es que revisando alguna de la documentación gráfica publicada por la NASA en el contexto de esta misión, vuelve a contemplarse esa familiar figura cuasiesférica, al fondo, sobre la que edificamos nuestra existencia. Es La Tierra, cuya presencia fotografiada desde el espacio se me antoja siempre inquietante. ¿Por qué? Pues no sé si por su compacidad y unidad desde la distancia, que en un análisis más cotidiano y a pie de obra sabemos que no es tal. Y es que, miren, soy de los que piensan que no hemos sabido aprovechar todas las posibilidades, mirando en colectivo, del paso de generaciones y generaciones por el planeta, segmentándolo y parcelándolo con barreras humanas, y muchas veces pensándolo desde ellas. Barreras conceptuales y físicas, que nos perjudican a todas y a todos, y que ha convertido muchas veces este alucinante viaje que es la vida en una verdadera condena. O en un infierno, sin paliativos.

Pensaba también en estas cosas hace unos días, en el transcurso de una muy interesante charla en la que se comparaban las dimensiones espaciales de, entre otros objetos y regiones celestes, el Sistema Solar, la Vía Láctea y el Universo Observable. Un fantástico ejercicio para insistir, como hago siempre, en lo extremadamente pequeño e insignificante que es nuestro ficticio mundo impostado, lleno de normas y lógicas humanas, a veces con miras tan cortas, y en tantas ocasiones tan desligadas de lo concerniente al poder, la fuerza y el misterio de la Naturaleza. Algo tan obviado tantas veces y en tantos contextos, que a muchas de las personas que nos rodean les pasa totalmente desapercibido, o casi... Por suerte, la charla en cuestión tuvo lugar en un centro educativo, y la protagonista de la misma era una ex-alumna del mismo, hoy convertida en estudiante de un doctorado internacional en Física Nuclear, e implicada en punteras investigaciones sobre estrellas de neutrones. Un fantástico rato compartido, en el que muchos alumnos y alumnas pudieron conocer de forma distinta... Algo quedará.

Viendo el planeta desde el espacio, muchos de los problemas que nos parecen enquistados e intratables caen por su propio peso. La persistencia en las distancias, sobre todo en las ideológicas irreconciliables, está abocada al fracaso. Y surge la necesidad de buscar consensos como única forma de supervivencia frente al abismo. Viendo La Tierra desde lejos, esta se supone un todo. Y se vislumbra de forma privilegiada que su éxito se conjuga únicamente en colectivo. Se ve de forma palmaria que los mayores problemas globales, sean en forma de pandemias, de desastres naturales o de acceso a todo tipo de recursos, no se abordarán de forma definitiva si no se tiene en cuenta tal visión coral. Y se cae el poquito ego que nos quede, del que salimos ya muy mal parados si nos comparamos con el conjunto de la expresión de la Naturaleza en nuestro propio planeta, y solamente caben la admiración y el quedarse extasiados frente a un conjunto tan soberbio que se convierte en inenarrable.

Mientras, el “Blas Fraile” —Feliz “Blas Fraile” será mi próxima columna—, se nos presenta como el top de la felicidad, los anunciantes siguen vendiendo perfumes, vehículos o cualquier otra cosa con frases ininteligibles donde el marketing basado en el impulso y las sensaciones se come a la esencia de lo ofrecido, y las cada vez mayores cotas de inequidad, las guerras y los conflictos siguen despedazando la esperanza y los escasos referentes que le quedan a una sociedad aburrida de sí misma y sin muchos más mimbres que las catedrales de un consumo que nos sigue condenando al fracaso... Todo ello en una estúpida, interesada y carente de sentido huida hacia adelante... Mientras, desde el espacio, sigue habiendo silencio y un puntito nimio y casi imperceptible, en medio de un todo que seguimos sin entender, y en el que somos perfectamente prescindibles y, ténganlo claro, completamente irrelevantes...