Opinión

El profesorado universitario en la nueva ley de Universidades

Con la aprobación el pasado jueves de la Ley Orgánica del Sistema Universitario (LOSU), el Gobierno ha completado su reforma educativa, renovando las leyes sobre esta materia que es, desde luego, de las que está más directamente conectada con los intereses generales de la ciudadanía. Porque, como dijo el pedagogo norteamericano John Dewey, “la educación no es preparación para la vida; la educación es la vida en sí misma”. Y es que educar, además de instruir y preparar nuestro intelecto, implica, nada más y nada menos, que inmiscuirse en la vida misma de los ciudadanos, con objeto, como dice el artículo 27.2 de la Constitución, de conseguir “el pleno desarrollo de la personalidad humana con el respeto a los principios democráticos de convivencia (entre los que ocupa —lo avanzo ya— un lugar especial el del pluralismo político, según el artículo 1.1 de la Constitución) y a los derechos y libertades fundamentales”.

Como consecuencia de lo que antecede, los partidos políticos, en la medida en que expresan el pluralismo político, representan la voluntad popular, y canalizan la participación política dentro del respeto a la Constitución, vienen obligados a regular la materia educativa despojados de todo carácter partidista y evitando imponer a los discentes sus diferentes ideologías particulares. Y ello porque sólo con una educación de contenido plural se respeta el valor constitucional del pluralismo político. Lo cual, lejos de ser políticamente intrascendente, obliga a los partidos políticos a elaborar la legislación educativa a partir de un pacto de Estado, a ser posible implicando al mayor número de formaciones políticas, y, en todo caso, con la intervención de las dos fuerzas mayoritarias. Y todo en el bien entendido de que, como ha declarado recientemente en el Diario La Ley el profesor Asencio Mellado, “un pacto de Estado en educación en todos sus niveles exige que, previamente, quien debe promoverlo, tenga una noción de la educación compatible con el humanismo, con la libertad y con la pluralidad, así como tener como objetivo la formación de los jóvenes”.

Pues bien, al igual que las leyes anteriores sobre la materia, por desgracia, la LOSU tampoco es consecuencia de un pacto de Estado, sino fruto de la mayoría parlamentaria aritmética que apoya al Gobierno de coalición, con un peso excesivo ERC, formación que por su independentismo radical y su desprecio por los intereses generales de España no parece adecuada para reformar nuestras universidades.

En las líneas que siguen voy a centrarme en algún aspecto de la nueva regulación del profesorado, al que considero el elemento esencial de la Universidad. Adopto como punto de partida la sabia opinión de Ortega y Gasset cuando escribió que “hacer cambios en las Universidades es como remover cementerios”. A lo que me atrevo a añadir que, hasta que no se reforme con decisión y valentía el estatus del profesorado universitario, la Universidad española seguirá siendo parcialmente un cementerio de muertos vivientes que no podrá cumplir con la importantísima misión social que tiene atribuida.

Una de las medidas estrella de la LOSU es reducir la precariedad laboral del profesorado rebajando al 8% el porcentaje máximo de personal temporal que pueden tener las universidades (actualmente asciende al 40% y ni siquiera se cumple en la mitad de las Universidades). La vía prevista es convertir en fijas muchas de las plazas que ocupan los actuales profesores asociados, dándoles facilidades para ocuparlas, al considerar “mérito preferente” en los concursos el “haber desempeñado (...) al menos cinco cursos académicos de los últimos siete años a través de los contratos de profesorado asociado u otros contratos de duración igual o inferior a un año”.

Sorprende sobremanera que, tras 45 años de democracia, siga considerándose que la precariedad del profesorado es uno de los problemas principales de la universidad actual. Para mí, más que reducir la temporalidad lo que hay que hacer es disminuir el número de profesores y seleccionar a los mejores, porque —al contrario que a mediados del siglo pasado— no se avecina en los próximos lustros una nueva masificación de la universidad, sino más bien todo lo contrario: la imparable reducción de la tasa de natalidad está haciendo decrecer el número de alumnos universitarios.

Por eso más que estabilizar hay que seleccionar el mejor profesorado universitario posible exigiendo nivel de calidad y de acuerdo con un sistema basado en la capacidad y el mérito académicos. El punto de mira en lo sucesivo debe estar en garantizar una verdadera carrera universitaria, desplazando el problema de la cantidad de fijos por el de la calidad. Los profesores, no digamos ya si hablamos de los buenos, no se improvisan. Son consecuencia de una doble actividad de larga y, sobre todo, continuada duración, que combina la investigación y la enseñanza. Porque para enseñar hay que saber y el saber, lejos de consistir solamente en la fijación de conocimientos tomados principalmente de otros, se fundamenta en un análisis crítico, constructivo, y en no pocas ocasiones original, de la materia objeto de estudio.

Fijarse en que sólo el 8% sea personal temporal lo único que consigue —si se logra, cosa que dudo— es darles estabilidad en el empleo a los profesores que todavía no la han alcanzado con independencia del tiempo dedicado a tal efecto, cuando de lo que se trata es de que los buenos y prometedores profesores tengan ante sí una verdadera y competitiva carrera universitaria. Eliminar solo la temporalidad significa convertir el profesorado actual de cada Universidad en un cuerpo extremadamente rígido, sin apenas vacantes, en el que quedarían seriamente coartadas las carreras académicas de los profesores en formación.

Finalmente, el objetivo de la LOSU de lograr la estabilización del profesor en diez años: cuatro para hacer el doctorado y seis del primer contrato, de ayudante doctor, que da paso al de titular, no me parece mal, pero me suscita la duda de si no es contradictorio prever una carrera-tipo de diez años y establecer una cuota del 8% de temporalidad.