Divaneos

Amor entre humano y máquina

José Luis Salinas

José Luis Salinas

Isaac Asimov, historiador y célebre autor de ciencia ficción, plasmó por escrito las tres leyes de la robótica en un alarde de una extrema imaginación para la época. Decía que los humanoides no podían causar daño a otros humanos, debían obedecerles y proteger su propia existencia. Más o menos. No mencionó nada de que no pudieran enamorarse de otros humanos. Eso vino después. Lo dejó caer la película Blade runner y, posteriormente, el tema se abordó sin pelos en la lengua en Her, en la que el protagonista llegaba a mantener una relación con su inteligencia artificial, con una voz que salía de un dispositivo al que estaba constantemente enchufado. Su caso puede no estar ya muy lejos de una realidad que viven ya muchas personas. La soledad no buscada está causando un enorme sufrimiento a muchas personas que buscan un bálsamo en cualquier esquina, aunque esta sea tecnológico y ficticio.

Hace solo unos días, Kate Darling, investigadora de las relaciones entre humanos y robots en el MIT de Estados Unidos, llegó a asegurar que lo de enamorarse de un robot es algo que nos pasará a todos tarde o temprano. Aunque esperemos que sea lo más tarde posible. Por lo general, los humanos estamos acostumbrados a establecer vínculos emocionales con todo lo que nos rodea. Nos encariñamos muchísimos con nuestras mascotas, tanto que muchos las adoptamos y tratamos como si fueran niños pequeños. Estrechamos puentes con las plantas. Con los objetos. Hay quien llora cuando se le estropea el móvil. Fue el psicólogo John Bowlby quien definió hace muchísimo tiempo la conocida como teoría del apego y que postula que los seres humanos tienen una necesidad básica de establecer lazos afectivos para sentirse seguros y protegidos. Su teoría se centra en los seres humanos, pero es extensible a la relación que mantenemos con los objetos y otros seres. En ese caso existe lo que se conoce como proceso de transferencia en el que una persona puede proyectar sentimientos y emociones hacia un objeto que adquiere de esa forma un valor simbólico o representativo de experiencias pasadas.

Pero en el caso de los robots o de las nuevas inteligencias artificiales que pueblan ya la red como las margaritas los jardines. A primera vista parece que no están, pero vaya que si están. El caso es que estos objetos vienen a satisfacer una serie de necesidades psicológicas, a cubrir un vacío. Los robots sociales —aquellos que tienen un aspecto más humanoide y que está preparados para interactuar con las personas— pueden generar esa sensación de conexión emocional de forma sencilla, sin inmutarse. Estas máquinas están programas para expresar emociones a través de su lenguaje corporal, sus expresiones faciales y sus respuestas verbales. Responden a las emociones de las personas y brindan apoyo emocional, lo que puede llegar a confundir al humano que interactúa con el robot. Eso lo saben bien las empresas que fabrican los robots que se han encargado de caracterizarlos a imagen y semejanza nuestra. Tienen nuestra misma apariencia, nuestra voz y un comportamiento muy similar al nuestro. Y, claro, así es muy fácil caer en sus garras amorosas. No solo eso, también están fabricados para saciar nuestras necesidades de compañía de interacción social.

Lo mismo ocurre con las inteligencias artificiales, pero con algunos matices. La IA puede estar diseñada para interactuar de manera personalizada con “su” humano. Aprende sus preferencias, sus necesidades. Sabe cómo hablarle. Eso provoca que las personas puedan sentirse comprendidas por la máquina y desarrollen el apego emocional.

Por supuesto, estas líneas han sido realizadas con la ayuda de una inteligencia artificial, de esas que están al alcance de todo el mundo, pero con la que llevo ya casi un año de trato y con la que, les aseguro, no me une ningún tipo de apego emocional ni ninguna relación más allá del ámbito profesional. Aunque sí que he aprovechado y le he preguntado qué opina sobre este tema y de entre la enorme cantidad de generalidades y banalidades que me dice hay una que me ha llamado la atención. Me recuerda que este tipo de apego que generamos los humanos no está basado en una reciprocidad emocional genuina. O sea, que nosotros ponemos más de nuestra parte que ellos para crear esos vínculos. Vamos, que los robots no sienten nada.

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