Crónicas galantes

Lo que debemos a Argentina

Ánxel Vence

Ánxel Vence

Algo nos conciernen las elecciones de estos días en Argentina, siquiera sea porque Buenos Aires es la tercera ciudad del mundo en número de gallegos. Los aproximadamente 170.000 que todavía viven allá solo son superados acá por los censos de Vigo y A Coruña, como el informado lector bien sabe.

No son del todo gratas las noticias que llegan de esa admirable república, tierra de bonanza en otros tiempos para gallegos, italianos y algunos otros europeos que arribaban a sus costas por oleadas. Si los peruanos descendían de los incas y los mexicanos de los aztecas, los argentinos se limitaron a descender de los barcos que llegaban desde Europa.

Más de un siglo después de aquella época próspera —si bien desigual— en la que Argentina destacaba en el mundo por su PIB per cápita, el país vive en una azarosa crisis financiera que, lamentablemente, tiende a hacerse endémica. Los sucesivos gobiernos no han hecho gran cosa por mejorar la situación.

Tampoco es que haya mucho donde escoger para salir del entuerto. La segunda y definitiva vuelta de las presidenciales la disputarán un ministro de Economía que llevó la inflación a cifras imposibles de un 140 por ciento anual y otro pintoresco candidato que se define anarcocapitalista mientras dedica insultos de grueso calibre a sus adversarios “zurdos”.

Argentina es, por fortuna, mucho más que ese esperpéntico combate entre candidatos que, por lo demás, no resulta inhabitual en otras naciones.

Fue precisamente un porteño, Jorge Luis Borges, autoproclamado anarquista de la rama spenceriana, quien lamentó en su momento la costumbre de juzgar a los países por sus políticos. Decía Borges que no suelen ser la gente más destacable ni aun la más representativa de una nación.

Sabía de lo que hablaba, cuando menos en el caso de su país. Más que sus políticos y generalotes, lo que realmente nos interesa de Argentina es el fulgor del castellano reinventado por Borges y Cortázar: los tangos libertarios de Astor Piazzolla o las pobladas librerías de Buenos Aires. Bien surtidas, naturalmente, por autores del talento de Ernesto Sábato, Alfonsina Storni, Adolfo Bioy Casares o Manuel Mujica Laínez, por citar solo unos pocos.

No son menores sus aportaciones a la cultura popular. Desde Di Stefano a Messi, sin olvidar al inolvidable Quino, creador de Mafalda, los argentinos han sido una constante fuente de alegría y disfrute estético para el mundo.

Ese legado crece aún si hablamos de los gallegos, que fueron acogidos por cientos de miles en Buenos Aires cuando aquí pintaban bastos en la baraja de la economía. Su número e influencia fue bastante para inspirar a Quino el personaje de Manolito Goreiro: un niño tan rudo como entrañable que en sus sueños comerciales se imaginaba dueño de cadenas de supermercados y creía firmemente en la divinidad de los Rockefeller.

Todo ese torrente creativo parece haberse reducido ahora a una torpe lucha de candidatos que evoca la pelea de dos calvos por un peine; pero de todo se sale. Llegará un día en el que mereceremos no tener gobiernos, fabulaba el antes mentado Borges. Argentina, que tanto nos ha dado, se merece que no la juzguen por sus políticos.

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