Opinión | El trasluz

Férula esdrújula

–No puedo con mi alma —le decía ayer una mujer a otra en el metro.

Creo que el alma pesa 21 gramos. Es al menos la conclusión a la que llegó en el siglo pasado un tal Duncan Macdougall después de pesar cuerpos vivos y muertos con un complejo sistema de balanzas. Quiere decirse que pesa poco, menos de un cuarto de kilo de chóped. Sin embargo, hay gente que no puede con ella. Yo mismo hay miércoles (o jueves, es un decir) en los que me la arrancaría porque no se trata de su peso físico, sino de su carga simbólica. No poder con el alma es no poder con el cúmulo de sentimientos que te producen los afectos, los desafectos, las preocupaciones materiales, las ideas obsesivas, los miedos al futuro, los telediarios…

–Yo tomo unas pastillas —respondió la interlocutora a la mujer del metro que no podía con su alma—. Si quieres te doy una.

–Vale —respondió.

Vi una mano introducirse en un bolso del que extrajo un blíster con cápsulas de dos colores.

–Trágatela aquí mismo, con un poco de saliva —aconsejó la donante.

Me dieron ganas de pedirle otra para mí porque bastaron dos estaciones para que la deprimida dijera que se sentía mejor, con más ánimo para afrontar el día.

Le conté la escena a mi psicoanalista animándola, de paso, a que me recetara algo. Rio antes de decirme que no lo necesitaba. Al abandonar la consulta, entré en un bar a tomarme un café, pero me tomé un gin tonic. Para ser sinceros, el gin tonic no me apetecía a mí, le apetecía a mi alma, a mi pobre alma raquítica, de 21 gramos, pobre alma mía. Le sentó bien, la verdad. Al salir a la calle tuve incluso un momento de euforia. Lo noté en que, en vez de ser yo el que tirara de mi alma, era ella la que tiraba de mí. Lo malo es que se me torció un tobillo por culpa de una irregularidad del suelo y tuve que coger un taxi para volver a casa con alma y el cuerpo doloridos.

Me han puesto una férula esdrújula.