Opinión | Crónicas galantes

Fútbol apostólico

Fiel a sus tradiciones, el Celta acaba de sobrevivir a las habituales agonías de fin de temporada, lo que certifica un año más la fortaleza de la fe de sus devotos. No por casualidad el celtismo lleva estampada en la camiseta de su club la cruz del Apóstol Santiago, a modo del “detente bala” —o “detente balón” en este caso— que los carlistas usaban como escapulario para conjurar los proyectiles del enemigo.

La del Celta es menos una afición que un credo: o lo que viene a ser lo mismo, un acto de fe. Nadie mejor que los celtistas para constatar que el fútbol es una variante de la religión mezclada con la aritmética, particularmente cuando llegan las últimas jornadas de la Liga. Es entonces cuando hay que echar mano de Dios y de la calculadora.

En ese trasunto del Juicio Final, los más afortunados luchan por la “gloria” de la Champions o el paraíso subalterno de la Europa League; mientras otros buscan el “milagro” de la “salvación” que les evite caer en los infiernos de Segunda. No hará falta subrayar el carácter decididamente teológico de tal jerga.

Salvo en la década gloriosa de los noventa, con sus Mazinhos y sus Mostovois, el celtismo fue casi siempre un culto basado en el sufrimiento de los fieles. Lejanos ya los tiempos de la UEFA y hasta de la Champions, los feligreses acuden al templo de Balaídos para echar angustiosas cuentas de los puntos necesarios para salvarse, a medida que va avanzando la competición.

Otros optan por lo fácil. Ningún mérito tiene, desde luego, militar en las iglesias del Madrid o del Barça, a las que se garantiza por razón de presupuesto el disfrute habitual de la gloria.

Lo verdaderamente digno de admiración es adherirse a la parroquia de un club más bien churchilliano que en general solo promete sufrimiento, sudor, fatiga y a veces lágrimas a sus devotos. También es cierto que, cuando suenan las campanas de la salvación, como este año y los anteriores, el milagro se disfruta más.

Habituados a la desventura de perder en el último minuto y hasta en tiempo de descuento, los celtistas constituyen una de las feligresías más fieles a su club dentro de la universal religión del fútbol. Más aún que la del Betis, equipo que hizo de su lema Viva er Beti manque pierda toda una declaración de fe ante las adversidades.

Estamos hablando, a fin de cuentas, de un deporte que se juega en “catedrales” como las ya desaparecidas de Wembley o del viejo San Mamés; y en el que se exige a los feligreses una adecuada cuota de sufrimiento. Especialmente en el caso de aquellos que, un año tras otro, ven como su club se asoma al precipicio de la categoría inferior donde se encuentran las calderas de Pedro Botero.

La que está a punto de terminar ha sido, en todo caso, una temporada de bendiciones apostólicas para los equipos gallegos. Si el Celta alcanzó la salvación de sus pecados cuando las llamas del Averno le calentaban ya la espalda, también el Deportivo consiguió salir, por fin, de ese último círculo del infierno de Dante que antiguamente se llamaba Segunda B.

Se conoce que el Apóstol, que es neutral, quiere la vuelta de los derbis turco-lusitanos. Preferiblemente, en el cielo de Primera.

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