Opinión | inventario de perplejidades
Las comidas de empresa
Cuando Jesucristo se reunió con sus compañeros de oficina para celebrar lo que 2.000 años más tarde sería conocida como “comida de empresa”, nadie suponía que esa cita gastronómica iba a ser la última de esas características. El menú sería el clásico de siempre; es decir, cordero asado a la parrilla, pan, vino de la casa, y ensalada de tomate, lechuga y cebolla (de los postres no hay referencia en los Evangelios). Y el lugar escogido, el merendero Los Olivos, una casa de comidas con merecida fama de buen cocinar en toda la Palestina ocupada por el ejército romano. La ocasión lo merecía. En aquel acto se estaba festejando la reciente constitución de una empresa que 2.000 años después se convertiría en una multinacional con sucursales en todo el mundo, un patrimonio inmobiliario fabuloso, y una red de agentes comerciales eficacísima que lo mismo predicaba en palacios que en chabolas miserables. Y todo eso gracias a un producto de triple efecto (Fe, Esperanza y Caridad), que prometía mucho pero no daba nada, excepto Resignación.
El meollo filosófico de la cuestión residía en la pretendida debilidad de la naturaleza humana respecto a lo que en el idioma español conocemos como “camelo”. Fantasías quijotescas que acaban por romperse los morros contra la dura realidad. Pero dejemos ese asunto para otro día.
De momento, estamos en el merendero Los Olivos en torno a una mesa que acoge a doce alegres empleados y al empresario de una modesta firma comercial que aspira a llegar a lo más alto gracias a su inteligencia, a su apostura y, por qué no decirlo, a su relación familiar con poderes del ultramundo. Un discurso brillante y a ratos ininteligible (“soy el que soy” o “mi reino no es de este mundo”, y cosas así) lo que le ha ganado fama de excéntrico y hasta de peligroso entre la élite romana, los nacionalistas judíos y la casta sacerdotal. Todos ellos acaban por conjurarse contra él porque no hay nada que preocupe más al poder que aparezca alguien con un mensaje político socializante y además acredite no tener miedo a morir por la causa.
Lo que fue la última cena lo sabemos por las crónicas recogidas (o inventadas) de forma oral, pero su credibilidad está muy cuestionada. Todo lo que ocurre a partir de ese momento adquiere un tono dramático. Uno de los empleados, Judas Iscariote, señala a Jesucristo como supuesto jefe de una organización subversiva. Luego, abrumado por un sentimiento de culpabilidad se ahorca en una higuera.
Detenido y torturado por la policía secreta romana y escarnecido por las autoridades judías que lo humillan al instigar la liberación del facineroso Barrabás frente al honestísimo hijo del carpintero de Nazaret, termina sus días en este mundo clavado en una cruz, que acabó siendo marca de la empresa. Incluso más popular y conocida que la de un archifamoso refresco que presume de ser la chispa de la vida, con permiso de los espermatozoos.
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