Opinión | inventario de perplejidades

Ramón F. Rañada en el Aquinas

Conocí en circunstancias especiales a Ramón Fernández-Rañada Menéndez de Luarca, el arquitecto asturiano que ejercía una benéfica influencia sobre los planes de desarrollo urbanístico de tantas corporaciones municipales, siempre con el objetivo encomiable de evitar o corregir el destrozo que supuso el franquismo.

El compromiso que adquirió Ramón consigo mismo no conoció el decaimiento ni el cambalache, lo que le hizo ganar fama de intransigente y fundamentalista, que suele ser el pecado que en España suelen atribuir a quienes no admiten componendas en la aplicación de las leyes.

Nadie esperaba su muerte repentina, aunque dada su edad, parigual de la mía e inocultable para las funestas leyes de la estadística. Como he dejado muy claro al inicio de este obituario, yo conocí a Rañada en especiales circunstancias.

A mi padre, cuando ya me faltaba un curso para terminar la carrera de Derecho, le pareció conveniente que yo hiciera algo de vida social, porque hasta ese momento había cursado por libre lo que un amigo mío llamaba el “bachillerato Justiniano” con el objetivo de ir preparando el programa de oposiciones a Judicatura. Una ordalía (juicio de Dios para los no iniciados) que se habría de ventilar entre los mejores memorias del tapiz. Y con ese propósito me gestionó una plaza en la residencia de estudiantes del Aquinas, una entidad tirando a pija que regentaba la orden de Santo Domingo.

El edificio, que había ganado un concurso internacional de arquitectura, estaba situado en una finca que lindaba con unas instalaciones del Canal de Isabel II, y con la arboleda de la Dehesa de la Villa; hacia el este, teníamos al Teológico Hispano-Americano hacia la Escuela de Ingenieros de Montes; hacia el oeste, al Instituto Nacional de Meteorología. Un lugar despejado y supuestamente idóneo para dedicarse al estudio. Era una construcción alta y estrecha con amplios ventanales y se accedía a las habitaciones desde unas terrazas que circundaban las dos fachadas. Cada dos huecos compartían un baño con retrete y ducha, que para usarlos requerían empujar una puerta parecida a las de los salones del Oeste americano. Muy ingenioso, pero que no permitía sentarse ni ninguna demora para leer un libro. Las parejas así formadas (homólogos les llamaban) acababan llevándose bien, aunque no me consta que los curas dominicos tuviesen algún criterio sobre la materia. Buenos son ellos.

El día que me asignaron habitación, entré en ella sin más cautelas y empujé la puerta del baño con la energía propia de la edad. Al otro lado, se oyeron gritos de indignación. Acababa de conocer a Ramón Rañada sin que nadie nos presentase. Siempre que lo necesité me trató muy afectuosamente. Hace muchos años me pronosticó que las tierras del noroeste español se beneficiarían del cambio climático. Siento no verlo más por Asturias. En lo suyo, era un genio.