Opinión | Shikamoo, construir en positivo

Civiles: seres vulnerables en el infierno

En esta vida, queridos y queridas, hay personas con más estrella y personas más estrelladas, al margen de sus méritos propios. Y esto, que puede ser llevado a cualquier escala y en los diferentes ámbitos en que nos movemos, se evidencia sobre todo cuando las situaciones son límite y las condiciones son las más duras. Es aquí cuando aquellos que tienen más apoyos o cuentan con más respaldo de terceros suelen salir mejor parados, mientras que los más vulnerables o aquellos que no han tenido un sostén social tan evidente, directamente terminan fatal. O no terminan, siquiera. Hay quien, en el ejercicio de vivir el momento que le ha tocado, es arrebatado violentamente de este mundo por acciones y decisiones que nada tienen que ver con él.

Este es el caso de los civiles en los conflictos armados. En los de antes y, sobre todo, en los de ahora. Porque aunque es bien cierto que la forma de hacer la guerra ha ido cambiando, el uso demoledor de la violencia extrema sobre la población civil —prohibido específicamente por el Derecho Internacional— ha existido siempre, de forma más o menos tapada. Pero, si cabe, esto es aún hoy mayor, a veces con estrategias nuevas pero provocando, como siempre, verdaderos desastres humanitarios.

¿Qué les voy a decir que no se haya dicho ya? La situación hace tiempo que ha sobrepasado todos los límites en conflictos enquistados hace décadas, como el de Gaza. Pero también en determinadas zonas en otras guerras de relativamente nuevo cuño, como la que asola Ucrania a partir de la ocupación rusa. En esos escenarios, y en otros en el mundo, hoy ser un civil es sinónimo de estar en el punto de mira de las bombas, los drones, los francotiradores, los misiles o el fuego indiscriminado de las partes en conflicto. Y eso, queridos y queridas, debería ser repudiado sin contemplaciones, vetos o zarandajas dialécticas por todos los representantes de naciones que crean tener aún cierta dignidad. Jugar a parapetarse tras los detalles técnicos mientras las personas ni siquiera son amortajadas por falta de tiempo y medios es, directamente, un atentado contra lo poco creíble que es ya nuestra especie en términos de decencia. Pero, no lo olviden ustedes, eso es lo que está pasando hoy en el mundo. Que se arrasa, se cercena, se mutila, se viola, se destruye y... al final una serie de individuos de traje y corbata y pocos escrúpulos lo tapan todo en un elegante salón, para volver luego a sus apacibles vidas de cinco estrellas. Pero cada ser humano vilipendiado, ultrajado, desmembrado y destruido es una razón más para entender que el nuestro es, sin paliativos, un fracaso colectivo. Ni más ni menos...

Fíjense, todo eso lo escribo en el día en que se ha vuelto a abrir el búnker que en su día mandó construir Benito Mussolini bajo su residencia, allá por 1940, para protegerse de un eventual ataque nuclear. Paradójicamente, él nunca lo utilizó, pero sí luego otros italianos mucho más anónimos, para esconderse de los amigos nazis del primero. Tal recinto, que incluye ahora un sistema multimedia de sonido y vibración para emular cómo sonaban las bombas aliadas sobre aquella Italia del Eje, debería ser un buen acicate para todos y todas en el camino de no volver a repetir determinados errores históricos que causaron tanta destrucción y muerte. Pero no, fíjense que por el contrario esta es una época donde vuelven a florecer cantos de sirena supremacistas y excluyentes, el convencimiento de que habrá una guerra más global más pronto que tarde, en la que particulares promueven de nuevo refugios seguros ante un posible ataque atómico, bacteriológico o químico, y donde los tambores del odio redoblan mucho más que las campanas de la paz...

No se engañen, amigos y amigas, las guerras no son inocentes. Si las mismas existen es por la existencia de una floreciente industria —y no sólo armamentística— que gana con ella. Las causas de las guerras, como decía el buen Arcadi Oliveres, son siempre económicas. Y, ante el agotamiento de un sistema que hace ya demasiadas aguas en términos de distribución de las oportunidades, explotación de los recursos y posibilidades de atención a una población cada vez más creciente y más demandante de un cierto nivel de vida, hay quien ya diseña otro orden mundial colectivo, del que salir beneficiado. Hay quien, con la guerra, ganará.

Si no ponemos todas nuestras capacidades al servicio de la paz, esta no se verificará. Si creemos en ella únicamente como una utopía, y no como un horizonte alcanzable, no fructificará. Y si seguimos a marear la perdiz, sin exigir que se cumpla no sólo el Derecho Internacional Humanitario, sino también la más elemental ética, seguirán perdiendo la vida los más vulnerables, a manos llenas. Los estrellados. A veces saltan más a los teletipos porque son voluntarios o trabajadores de ONGs, expatriados de nuestro entorno. Pero cada día son asesinados también niños pequeños y, en general, civiles de cualquier edad y condición. Cualquiera que, por el hecho de estar donde se dirimen las cuitas de otros, se vuelve vulnerable, invisible y prescindible. Un peón sin importancia en una partida de ajedrez en la que los que juegan y aspiran a ganar no se rasgan por ello las vestiduras.

¡Qué pena! ¡Qué tristeza! ¡Qué calamidad! Pero, ténganlo claro, todo ello evitable... Y que nos concierne y debe movilizar.

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