Opinión | Shikamoo, construir en positivo

Fechas, líneas, círculos... (pasado, presente y futuro)

Las distintas fechas del calendario tienen un significado especial y único para cada uno de nosotros y nosotras. Ayer, por ejemplo, escribía este artículo de hoy en el sexagésimo séptimo aniversario de la boda de mis papis. Un día que para otras muchas personas no supondrá algo diferente, pero que a mí siempre me hace rememorar personas especiales y momentos bonitos, y que no deja de ser una jornada especial.

Y con días tan significados y otros más cotidianos se va entretejiendo la espiral del paso del tiempo, única variable que físicamente transcurre en un único sentido. Dramáticamente, que decía José Ortega y Gasset. Puro devenir, al estilo de Heráclito de Éfeso. Porque el tiempo, y no otra magnitud, es la que determina nuestro paso por la vida, constituyéndose en el hilo conductor de lo individual y lo colectivo. El tiempo, nuestro mayor tesoro, que ni siquiera nos pertenece, y al que Jorge Guillén cantó con elegancia y pesadumbre.

Uno de las características que más me llama la atención en relación con el paso del tiempo para cada uno de nosotras y nosotros es nuestra tozudez en querer convertir en círculos —o ciclos— lo que no deja de ser una línea. Hablamos de secuencias de doce meses, de estaciones, de días de la semana y hasta de horas del día, en una impostada sensación de que todo, también de forma periódica, se repite. Organizamos la existencia en períodos de trabajo y vacaciones, vigilia y sueño, y toda una panoplia de instrumentos que tienden a llevarnos a la repetición exhaustiva de determinados comportamientos y actividades. Sin embargo, todo ello es mera ilusión, porque así como el río cambia constantemente, y el agua que corre por su cauce siempre es diferente, a nosotros nos pasa algo parecido. Nos parece que hemos celebrado cincuenta o sesenta navidades o primaveras, pero tal sensación tiene mucho de convención: en realidad nuestra circunstancia y nosotros poco tenemos que ver con aquel ser humano que asistió en nuestro nombre a las diferentes ediciones de tales períodos. Orgánica y fisiológicamente no, sin duda, pero tampoco en cuanto al carácter, perspectiva vital o posición frente a los temas que nos interesan. Fluimos, no cabe duda, y nos enriquecemos en un proceso continuo, que nos lleva desde un principio, el del nacimiento, hasta aquel momento en que, antes o después, dejamos que los átomos de nuestros constitutivos más elementales se desordenen, pura entropía, y vuelvan a conformar el resto de la Naturaleza. No olviden que el número de átomos de cada elemento, procesos de desintegración aparte de los isótopos inestables, es finito. Y que aunque determinadas moléculas son personales e intransferibles, lo más pequeño no. Somos naturaleza inerte, que se hace viva, pero que desafía casi épicamente a la tendencia de máxima entropía y mínima energía hasta que todo vuelve al principio, para iniciar otros recorridos diferentes.

Sí, siempre insisto en que yo prefiero hablar de líneas en vez de hacerlo de ciclos. Hubo un tiempo, ya pretérito, en el que ponía en la agenda, al lado del día de la semana y del mes, el número transcurrido de días desde que nací. Eso me daba la perspectiva, que considero importante, de la linealidad en el paso de la vida de cada uno. Hoy ni siquiera llevo agenda, más allá de unas pequeñas anotaciones en el dispositivo móvil, en una de esas insulsas aplicaciones de calendario al uso. Pero debería retomar tal tradición, porque es una buena forma de no pensar que uno vuelve a estar en viernes o en miércoles, en abril o en agosto, en el día 15 o en el 22, sino en el 10.457 o en el 15.084 de su vida. Hitos únicos y especiales. Jornadas que no volverán. Días en una línea que se funde con muchas otras y que constituye el hilo de vida de nuestro tiempo particular, y que nunca evoluciona de otra manera que avanzando en el eje de los tiempos del cono de nuestro espacio-tiempo particular.

Supongo que hoy les cuento todo esto porque el otro día me tocó ir al tanatorio, como otras veces. En esta ocasión, por una persona joven y alegre, a la que conocía y que tenía una vida por delante, que se truncó. Ya saben, a estas alturas todos hemos pasado por ello bastantes veces en nuestro entorno más o menos próximo. Y, en esos casos, hay quien reflexiona más o menos. Y a mí, que me gusta centrarme tanto en la temática del paso del tiempo, me suele afectar reflexionando un poco más de tal guisa. Por eso hoy no puedo hablarles de detalles operativos de la política o la economía, o de nuestros desastres enquistados o de logros eternos o incipientes, por muy sesudos e interesantes que les parezcan a otros contertulios y columnistas. A mí me importa lo que me importa y hoy, sin más, les hablo del paso del tiempo. O, mejor dicho, de esa impecable, inmaculada y engañosamente pseudo-infinita línea del paso del tiempo, que termina engañándonos a todas y a todos. Porque no, no es infinita. Les aseguro que se acaba abruptamente. Es el momento, entonces, en que el futuro está en el recuerdo. Como del que les hablaba al principio de este texto.