La Ciudad que viví

Carreras cuesta abajo en la calle Noia

Cuando asfaltaron nuestro barrio, comenzamos a hacer competiciones con carritos de madera por las calles con más pendiente, aunque teniendo cuidado con la ropa y los zapatos

Eduardo, en su infancia con su hermano pequeño.  | / L. O.

Eduardo, en su infancia con su hermano pequeño. | / L. O. / Eduardo Rivera León

Eduardo Rivera León

Nací y me crié en la calle Noia, donde viví hasta que me casé con la también coruñesa Elena, con quien me instalé en la ronda de Nelle y tengo tres hijos llamados Eduardo, Bruno y Yago. Mi primer colegio fue el Coca, situado en mi calle, que dirigían las hermanas y profesoras Marisa y Celia.

Eduardo, en el campo de la Granja como jugador del Maravillas.  | / L. O.

Eduardo, en el campo de la Granja como jugador del Maravillas. | / L. O. / Eduardo Rivera León

Allí estudié cuatro años, ya que luego pasé al Sualva, a cuya profesora doña Concha le gustaba mucho usar la vara y dar tirones de orejas, hasta el punto de que un día a mí me hizo sangrar, por lo que mis padres decidieron mandarme a la academia de Rafael Vidal en la calle de la Paz, donde estuve hasta que hice el ingreso en la antigua Escuela de Comercio, donde hice los estudios de Perito Mercantil.

El autor, con su hermano Pepe, campeón de A Coruña con el Imperátor.  | / L. O.

El autor, con su hermano Pepe, campeón de A Coruña con el Imperátor. | / L. O. / Eduardo Rivera León

Al poco tiempo de terminarlos, entré a trabajar en la empresa Seamo, dedicada a repuestos del automóvil y en la que estuve un par de años. Luego conseguí un empleo en Romero y Osende, una compañía de materiales sanitarios y de construcción, y más tarde en Igualatorios Médicos Colegiados. Allí conocí a José Benito Cantalapiedra, directivo del Banco Santander, quien me ofreció trabajar en esa entidad, lo que acepté, por lo que el resto de mi vida profesional se desarrolló en el banco, en el que llegué a ser director de una sucursal de la ciudad.

Tengo grandes recuerdos de mi infancia y mi juventud, en la que mi pandilla estaba formada por Torrente, Pedro Vieites, Ramiro, los hermanos Mariño, Eiriz, Juan el chatarras y Lito Gato. Este último era el fenómeno de la pandilla y el que se encargaba de organizar todo lo que se le ocurría para divertirnos en unos tiempos en los que los chavales apenas teníamos juguetes y teníamos que recurrir a nuestra imaginación y aprovechar cualquier cosa, como un paraguas para fabricarnos arcos y flechas, así como los tallos de los repollos para hacernos palos de hockey.

Como las calles estaban sin asfaltar, el che, las bolas y la bujaina eran los juegos que estaban de moda entonces. Cuando empezaron a pavimentar las calles, construimos carritos de madera con ruedas de acero que conseguíamos en las ferranchinas o en talleres mecánicos, ya que con ellos hacíamos carreras bajando cuestas como las de las calles Noia y Vizcaya, que tenían una gran pendiente. Había que tener mucho cuidado de no caerse o rascarse las piernas para no romper el pantalón o los zapatos, ya que en ese caso nos caía un buen castigo en casa.

Algunas veces pasaban por nuestra calle los carros de caballos que llevaban las gaseosas y sifones, por lo que aprovechábamos cuando subían la cuesta para cogerle de la parte de atrás alguna gaseosa o refresco, ya que el que guiaba el carro tenía que estar pendiente de los caballos. Uno de nuestros pasatiempos era fabricar tiratacos, con los que luego nos disparábamos papeles o flores que salían con mucha fuerza.

Cuando nos convertimos en quinceañeros empezamos a acudir a todas las fiestas que se organizaban en la ciudad y los alrededores, como las de las calles San Luis y Vizcaya, así como las del Gurugú, A Silva, Palavea, Eirís, Monelos y A Gaiteira. También íbamos a los bailes de la comarca, como El Seijal, El Moderno, Rey Brigo y Maxi. En muchas ocasiones llegábamos a ellos andando, aunque otras veces lo hacíamos en el viejo autocar de la empresa A Nosa Terra, en cuyos asientos de madera del techo nos sentábamos porque eran los más baratos.

Cuando íbamos a la playa de Santa Cristina nos enganchábamos al tranvía Siboney para no pagar el billete, aunque el arenal que más nos gustaba era el de Lazareto, al que íbamos andando siguiendo la vía del tren. En esos años empecé a jugar al fútbol en el Maravillas, donde tuve como compañeros de equipo a Adelino, Rabanal, Ago, Chiqui, Souto, Tito y Suli.

Cuando bajábamos al centro, lo pasábamos muy bien paseando por la calle Real arriba y abajo para ver a las chavalas, que también hacían lo mismo, así como para ir a la Tómbola de Caridad y el Palco de la Música, donde tocaba la Banda Municipal. También íbamos a los bajos del Kiosko Alfonso, donde veíamos desde la calle las actuaciones de las orquestas.

En la actualidad me reúno con frecuencia con mis antiguos amigos de la ciudad y de Betanzos, donde trabajé durante siete años en una sucursal del banco, por lo que conocí a muchas personas de esa localidad.

Testimonio recogido por Luis Longueira